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Impresionante. Es imposible atravesar el desfiladero de La Hermida sin emocionarse. Las moles de piedra caliza que flanquean la carretera le ofrecen a uno un espectáculo único mientras le recuerdan lo pequeño que es.
Desfiladero de la Hermida: un nudo en la garganta
Carreteras secundarias

Desfiladero de la Hermida: un nudo en la garganta

Comenzó a construirse en 1840. Veintiún kilómetros serpenteantes entre moles de piedra caliza lo convierten en un lugar único

IRMA CUESTA

Sábado, 2 de septiembre 2017, 00:53

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Unos kilómetros antes de entrar en el desfiladero de La Hermida, en el horizonte se vislumbra un enorme peñasco con forma piramidal. Aunque el viajero no lo sepa, ese gigante es solo el aperitivo de lo que está por llegar. Hace un buen rato que ha dejado atrás Panes y conduce a la orilla del Deva, un río que, a lo largo de los 21 kilómetros que discurren por el corazón del macizo de Ándara, ya no le abandonará. Es a la vuelta de una curva cuando se ve conduciendo por una carretera tan retorcida como estrecha, a la que inmensas moles de piedra caliza sirven de centinelas.

Arropados por peñones de más de 600 metros, uno cruza los dedos rezando para que Dios no quiera que nos topemos con un camión haciendo el camino contrario y piensa en las manos que hicieron falta para abrir este paso. Los poco más de veinte kilómetros de la N-621 que forman el desfiladero de La Hermida comenzaron a construirse en 1840, un año bisiesto en el que Edgar Allan Poe escribió sus 'Historias Extraordinarias'. Fue la Marina Española, siempre necesitada de madera con la que fabricar sus barcos, la que dio el primer paso, animada por compañías mineras que poco antes se habían instalado en Cantabria y sabían de la existencia de una tierra rica en mineral al otro lado del muro.

Treinta años tardaron en salvar ese cuello de botella que separaba Liébana del resto del mundo; tres décadas en las que cientos de vecinos, de uno y otro lado de las imponentes gargantas del macizo de Ándara, se rompieron la espalda. Todavía hoy, si uno pasa despacio y se fija en las paredes, es fácil ver las rayas verticales de los barrenos que se perforaron para poder volar la roca.

Unos carteles recuerdan que el viajero está pasando por un Parque Nacional y otros que se trata de un área de especial protección para las aves de nada menos que 6.350 hectáreas. Es divertido fantasear con lo que al pasar por aquí debieron de pensar los muchos exploradores, montañeros, escaladores y cazadores británicos que en el discurrir del siglo XIX tomaron este camino para llegar a Picos de Europa. Sabemos que en 1885 los aventureros Ross y Stonehewe-Cooper quedaron boquiabiertos. «Ahora la garganta se ensancha un poco y entonces se estrecha de nuevo abuptamente. Parece como si escapar, excepto volando, fuera imposible», dejaron escrito en el libro bautizado 'Highlands of Cantabria', en el que hablan del desfiladero como uno de los espectáculos de la naturaleza más impresionantes que jamás habían contemplado.

Las 'aguas callas'

La realidad es que es imposible no mirar al cielo y sentirse entre conmovido y amenazado: aunque unas enormes viseras de malla protegen ahora al viajero, pocos en Liébana, la comarca en donde nos dejará el camino, pueden presumir de no conocer a alguien a quien un pedrusco caído del cielo le ha quitado o complicado la vida.

Transitando entre semejantes paredes de caliza sembradas de encinas, uno llega a La Hermida, en donde algunas posadas, y un enorme balneario en donde Alfonso XIII se mojó las pantorrillas, invitan a hacer un descanso y, si la cosa anda animada, a imitar al monarca. Una zona de libre acceso a las famosas 'aguas callas' (lo mismo vienen bien para el asma, que para la bronquitis o el cansancio) permite al visitante darse un chapuzón antes de seguir el camino.

Sería imperdonable pasar por La Hermida y no decir que uno acaba de colarse en el corazón de siete cotos de salmones; que además de un paraíso para montañeros y aventureros, este es uno de esos lugares en donde los pescadores hiperventilan solo de pensar en pasar un día en cualquiera de los recodos que esconde el río.

Retomando la ruta, aún está por llegar Santa María de Lebeña, un precioso templo mozárabe que se construyó para guardar los restos de Santo Toribio, pero que al famoso guardián del Lignum Crucis (uno de los trozos de la cruz en la que falleció Jesucristo) nunca terminó de gustarle. Lo que seguro que dejó impresionado al monje fue el mirador de Santa Catalina, al que se accede por una carretera empinada desde La Hermida. Asomado al abismo, ofrece una panorámica difícil de olvidar. Abajo, hundida en la garganta, la carretera serpentea junto al Deva protegida por hayas, robles y castaños. La imagen es tan impresionante que es fácil entender que fuera allí, en una fortaleza del siglo VIII que hoy se conoce como La Bolera de Los Moros, donde unos cuantos reyes valientes decidieron asegurar los límites de sus dominios e iniciar la Reconquista.

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