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BANQUETES NAVIDEÑOS DE ANTAÑO

BANQUETES NAVIDEÑOS DE ANTAÑO

Los festines de esos días llegaron a incluir, en caso del rey Felipe III, hasta 35 platos distintos

ANA VEGA PÉREZ DE ARLUCEA

Viernes, 28 de diciembre 2018, 00:10

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Tienen ustedes el estómago preparado? ¿El bicarbonato a mano? Resignados como estamos a comer durante estos próximo días como si acabáramos de salir de la posguerra (no les digo nada si encima celebran también San Esteban), resulta casi imposible eludir el debate sobre la copiosidad de las comidas navideñas. Entre polvorón y polvorón, con la tripa bien llena de cochinillo o besugo y el frigorífico lleno a reventar, suele caer un qué barbaridad y algún inocente propósito de aligerar futuros menús. Pero vuelven estas fiestas y volvemos a caer en lo mismo, porque la Navidad no es nada sin sus ritos y uno de los más sagrados y largamente instituidos es ponerse hasta las cartolas, qué le vamos a hacer. Nos queda la excusa de que siempre ha sido así y seguramente así siempre será. Las celebraciones navideñas pueden presumir de una larga historia de atracones y consiguientes indigestiones que se remonta muchos siglos atrás. Claro que no era lo mismo lo que se comía hace 400 años que ahora, pero ajustándose al presupuesto y nivel de vida cada hogar, el dispendio estaba ya a la orden del día. Hasta los más pobres intentaban reservar algo especial para las fiestas de Navidad, ya fuera embutido de la reciente matanza, castañas o dulces caseros. Recordemos que durante mucho tiempo el 24 de diciembre fue vigilia religiosa con abstinencia de carnes, de modo que ese día se hacía, teóricamente, una colación ligera que a base de pescado, verduras y postres sin lácteos ni huevo, en muchos casos se traducía en un festival de besugos, sopas de almendra, lombardas y mazapanes.

Algunos llegaban a aplazar el verdadero banquete hasta después de la Misa del Gallo, tomando un resopón legítimamente abundante en carnes y grasa. El 25 de diciembre, Pascua de Navidad, era fiesta mayor con todo lo que ello conlleva. Para que se hagan ustedes una idea de lo que se podía llegar a ingerir y de que lo nuestro no es tampoco para tanto, veamos lo que incluía la comida de esa jornada en tiempos de Felipe III. Lo detalló Francisco Martínez Motiño, jefe de cocinas del rey piadoso, en su libro 'Arte de cozina, pasteleria, vizcocheria y conserveria' (sic) de 1611. Los banquetes de etiqueta seguían en aquel entonces un orden de «servicios» consistentes en diversos conjuntos de platos que, en tres o cuatro tandas, se sacaban a la mesa a la vez y de los que los invitados escogían lo que deseaban. Motiño puso como ejemplo un festín navideño formado por 35 platos distintos más postres, dividido en tres servicios. El primero incluía perniles, ollas podridas, pavos asados con su salsa, pastelillos saboyanos de ternera hojaldrados, pichones asados, artaletes o rollitos de ave sobre sopas de nata, bollos de vacía (hojaldres de mazapán y huevo hilado), perdices asadas con salsa de limones, capirotada con solomillo, salchichas y perdices, lechones asados con sopas de queso, azúcar y canela, hojaldres con enjundia de puerco y pollas asadas. Eso para empezar, porque el segundo servicio traía capones asados y ánades en salsa de membrillo, pollos con escarolas rellenas, empanadas inglesas, ternera asada con salsa de oruga (jaramago), costrada de mollejas de ternera e higadillos, zorzales asados sobre sopas doradas, pastelones de membrillo y tuétano, empanadas de liebre, aves a la tudesca, truchas fritas con tocino y ginebradas (tortas dulces rellenas). Por si alguien se había quedado con hambre, el tercer servicio traía a la mesa del rey pollos rellenos con picatostes de ubres asadas de ternera (¡!), gigotes de ave (guisado de carne picada), pichones, cabrito asado y mechado, tortas de cidra verde, empanadas de pavo, besugos cocidos, conejos con alcaparras, empanadillas de patas de cerdo, palomas torcaces con salsa negra, manjar blanco y buñuelos de viento. Como colofón, uvas, melones, limas dulces o naranjas, pasas, almendras, orejones, mantequilla, aceitunas, queso, confituras y suplicaciones (barquillos). Me dirán ustedes que claro, esto pasaba en el alcázar real y no era extrapolable a toda España. Pues ni tanto ni tan calvo, porque lejos del boato de la corte también fue costumbre durante el Siglo de Oro darlo todo en cuestión de pitanza navideña. Bartolomé Joly, religioso francés que visitó nuestros monasterios franciscanos en tiempos de Motiño, dejó testigo en su obra 'Voyage en Espagne 1603-1607' de un convite al que asistió en Barcelona en vísperas de Navidad. Sin el estricto ceremonial que regía todos los actos de palacio, aquel festejo se permitía servir los platos uno detrás de otro con «comodidad de comerlo caliente», pero la panzada final era similar.

Joly observa que, al revés que en Francia, la fruta se comía al principio: «Naranjas enteras y en rodajas azucaradas, ensaladas, uvas verdes, granadas, melones de invierno que llaman invernizos, guardados todo el año como en conserva». Después venían las carnes, pavos, conejos, capones, pollos rellenos de ajos y pechugas de pichón entre los cuales se servía a cada comensal una «escudilla de pisto de leche y azúcar amarillo, sin pan y muy especiada, una de una leche de almendra con azúcar, a la cual sucede cierto manjar blanco bastante bueno, y siempre a cada uno su platillo de arroz también espolvoreado de azúcar y canela mezclados juntos, que llaman polvo de duque». Luego llegaban las perdices asadas con pimienta, las aceitunas y el cocido al final del todo. Una vez retirado éste, traían «fruta de postre, confituras y también turrones, especie de bizcocho muy duro hecho con azúcar para humedecer en el hipocrás, compuesto con canela y a veces con ámbar gris; llaman a eso lavadientes, que la mayor parte toman después de quitado el mantel». En 1667, siendo el pobre Carlos II un niño de siete años y estando enfermo de viruela, la colación de Nochebuena se sirvió tal y como mandaba la tradición palaciega a pesar de que el rey no pudiera probar bocado. La cena de esa noche incluyó una torta adornada con las armas reales, cuatro libras de dulce de pera, dos libras de guindas en almíbar, membrillo, peladillas, peras bergamotas secas, mazapán, bocados de durazno y diacitrón, dos libras de turrón de Alicante, una libra de aceitunas, un frutero con medio celemín de nueces mondadas, manzanas e higos. Y eso siendo frugales.

Coman ahora ustedes sin remordimiento, que es lo que toca.

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