Supongo que no debió ser fácil para el Papa Francisco suceder a dos personalidades tan diferentes pero de tanta impronta como Juan Pablo II y ... Benedicto XVI, pues el entonces Arzobispo de Buenos Aires no tenía la capacidad mediática para aglutinar multitudes ni generar extensas adhesiones como la poseía el Papa Wojtyla, ni tampoco contaba con un currículum universitario tan apabullante como el Papa Ratzinger, sino que los cardenales electores optaron por un perfil puramente pastoral, aun cuando nadie duda de la formación intelectual del Papa difunto, ni de su capacidad de dialogar con las masas de fieles congregados en la Plaza de San Pedro o en alguna de las celebraciones multitudinarias de las jornadas de jóvenes, pero quiero significar que su pontificado se ha centrado en la mirada hacia el interior de la Iglesia.
Efectivamente, pues el Papado extrovertido de Juan Pablo II logró inusitados cambios en muchos ámbitos, singularmente en política internacional, y devolvió a la Iglesia una presencia dinámica en el exterior inédita tras la introversión eclesial propia de la crisis posconciliar que le tocó capear al gran Pablo VI, pero Benedicto XVI heredó una Iglesia con problemas internos que el anterior papado no había resuelto, como era la situación financiera, o las dolorosas noticias de abusos que aparecían cotidianamente en los medios de comunicación y a los cuales no se había hecho frente antes, aparte de movimientos internos eclesiales que probablemente superaban la capacidad de asimilación de un espíritu tan sensible, limpio y profundo como el propio de Benedicto XVI, de modo que Francisco se tuvo que enfrentar a una situación inédita desde el siglo XIII, la de un Papa dimitido que iniciaba una etapa insólita de convivencia de un Papa reinante con otro emérito que vivía a pocos metros de su despacho, situación que Francisco pudo superar con admirable discreción y sin fisura alguna, salvo alguna anécdota no imputable a los dos pontífices, sino a algunos de sus cercanos.
Tal singular convivencia entre dos personajes de personalidades bien diferentes no ha impedido que Francisco haya desarrollado una impronta muy personal a su pontificado, en primer lugar porque su procedencia no europea ha traído a la Iglesia otro lenguaje y la sensibilidad propia de quien procede de un mundo donde la pobreza, la marginalidad y la exclusión no son temas de un libro de texto, sino vivencias cotidianas en cualquier esquina de muchas ciudades americanas, lo cual explica la constante reflexión del Papa difunto acerca de la pobreza, la marginalidad y la exclusión social, sensibilidad que traspasa sus encíclicas 'Laudato si' y 'Fratelli tutti', la primera retomando, más allá de ecologismos oportunistas, la enseñanza franciscana sobre el amor y respeto que debemos a la creación y a todas sus criaturas, y la segunda, también traspasada por el pensamiento del hijo de Asís, proponiendo un mundo de fraternidad, alejado de egoísmos, belicismos, exclusiones y opresiones, con un lenguaje ciertamente utópico, pero que es el propio de la gran utopía que de tejas abajo nos propuso Cristo.
Es verdad que la expresividad espontánea de Francisco, muy propia de su tierra de procedencia, pudo sorprender a veces a muchos acostumbrados a un formalismo muy europeo y característico de los usos vaticanos, pero la universalidad de la Iglesia nos ha de ir habituando a superar muchos eurocentrismos, porque, si Dios quiere, será dado en el futuro papas procedentes de África, Asia u Oceanía, con iglesias vivas, mientras la fe europea languidece. En todo caso, no hemos de olvidar que el primer Papa, Pedro, era asiático, como también lo era Jesús.
No ha sido un pontificado fácil el que ahora se cierra. La imagen del Papa orando en la soledad de la Plaza de San Pedro en plena pandemia, mientras el mundo se enfrentaba a un reto sin precedentes, no se me borrará nunca de mi memoria, con su figura solitaria aceptada por todos creyentes o no como icono de una humanidad sufriente. Las luchas internas en la propia Iglesia, con sectores que han cuestionado su tarea papal y se han opuesto a cualquier apertura o innovación han sido otras tinieblas que le han seguido durante su estancia en la Sede de Pedro, frente a las cuales ha mostrado una envidiable fortaleza, sin pensar jamás en la rendición del abandono, sonriendo cuando su cuerpo era puro dolor, haciendo el último esfuerzo de estar presente en la Plaza de San Pedro el Domingo de Resurrección, cuando todo dentro de él exhalaba cercanía de la muerte. O sea, proximidad a su propio triunfo ya con Dios. Ojalá la Iglesia no vaya a su tumba, sino que haga real su propuesta de esperanza.
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