En 1960, agentes del Mossad, el servicio de inteligencia israelí, capturaron en Argentina a Adolf Eichmann, responsable de organizar la deportación de millones de judíos ... a los campos de exterminio durante el régimen nazi, y que se había escondido en Suramérica con un pasaporte y bajo un nombre falso: Ricardo Klement. Tras un operativo secreto, Eichmann fue trasladado ilegalmente a Israel, donde fue juzgado en Jerusalén en 1961. El juicio, transmitido internacionalmente, buscaba no solo condenar a Eichmann, sino mostrar al mundo la magnitud del Holocausto a través del testimonio de los sobrevivientes. Fue hallado culpable, condenado a la pena de muerte, y ahorcado en 1962 por crímenes contra el pueblo judío. Sus restos, quemados y hecho cenizas, fueron esparcidos en el mar, fuera de las aguas territoriales israelíes. La filósofa política Hannah Arendt, enviada por The New Yorker para cubrir el proceso, generó gran controversia con su crónica 'Eichmann en Jerusalén', donde acuñó la expresión «la banalidad del mal» para describir a un burócrata obediente, sin convicciones ideológicas profundas, que participó en el genocidio no por odio fanático, sino por sumisión ciega al orden. Su tesis fue criticada por minimizar la culpa de Eichmann, pero abrió un debate esencial sobre la responsabilidad individual y la obediencia en sistemas totalitarios. También sobre cómo Israel se saltó todas las normas internacionales para capturar ilegalmente, juzgar y ejecutar a una persona que, fueran cuales fueran las aberraciones que hubiera cometido, debía estar protegida por la legalidad y por las garantías de un juicio justo.
Las amenazas de Israel a la legalidad internacional vienen de lejos. La creación del Estado de Israel en 1948 fue la culminación de décadas de sionismo político, que promovía el establecimiento de un hogar nacional judío en Palestina. Esta aspiración cobró fuerza tras el Holocausto, el genocidio perpetrado por el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial, en el que seis millones de judíos fueron sistemáticamente exterminados. El horror del genocidio generó una ola de solidaridad internacional hacia el pueblo judío y aceleró los apoyos a la causa sionista. En 1947, la ONU aprobó un plan de partición que dividía el territorio en un Estado judío y otro árabe, pese a la oposición de la mayoría palestina. Al día siguiente de la proclamación de Israel, estalló la guerra con los países árabes vecinos. En el conflicto, Israel no solo aseguró su existencia, sino que amplió su territorio más allá de lo asignado por la ONU, provocando la expulsión de más de 700.000 palestinos. Esta expulsión, conocida como la Nakba («catástrofe»), marcó el inicio de una política de hechos consumados que Israel ha sostenido por décadas. Así nació el Estado de Israel: bajo el trauma de una tragedia histórica, pero también sobre el despojo de otro pueblo.
A pesar del impulso y apoyo obtenido de Naciones Unidas, lo cierto es que desde ese «regreso a la tierra prometida» las amenazas de Israel a la legalidad internacional serán ya una constante, especialmente en su política hacia los territorios palestinos ocupados. Desde la Guerra de los Seis Días en 1967, Israel mantiene una ocupación prolongada de Cisjordania, Jerusalén Este y Gaza, contraviniendo resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que exigen su retirada. Lejos de ello, Israel inició un proceso sistemático de colonización de estos territorios, especialmente en Cisjordania y Jerusalén Este, en abierta violación del Derecho internacional y desafiando resoluciones de la ONU. La continua expansión de asentamientos ilegales, considerados por la comunidad internacional como una violación del IV Convenio de Ginebra, ha fragmentado el territorio palestino y dificultado cualquier solución de dos Estados; la táctica del nacionalismo israelí es perversa, porque sabe lo difícil que sería consolidar territorialmente una Palestina fraccionada, y ha utilizado a sus ciudadanos para implementar esta política que crea odio y furia. De hecho, Israel ha ignorado fallos de la Corte Internacional de Justicia, como el que declaró ilegal el muro de separación construido dentro de territorio palestino.
Israel mantiene un régimen de control, vigilancia y represión sobre millones de palestinos
El proceso de paz de Oslo en los años 90, tras el reconocimiento del Estado de Israel por parte de la Organización para la Liberación de Palestina, ofreció un respiro momentáneo y una esperanza de solución negociada. Sin embargo, Israel firmaba sonriente los acuerdos con una mano y violaba el Derecho internacional con la otra, manteniendo la expansión de asentamientos incluso durante las negociaciones, lo que minó la confianza en el proceso. Ahora sabemos que nunca hubo voluntad real de encontrar una solución pacífica. Las sucesivas intifadas -la primera en 1987 y la segunda en 2000- fueron respuestas desesperadas de una población arrinconada, y sin derechos políticos efectivos. Mientras tanto, Israel consolidó un régimen de ocupación caracterizado por bloqueos, detenciones masivas, demoliciones de viviendas, restricciones de movimiento y, en el caso de Gaza, un asedio que desde 2007 ha sido calificado por organismos internacionales como una forma de castigo colectivo.
Las acciones del ejército israelí han sido ampliamente documentadas por organizaciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional, que han denunciado crímenes de guerra y la posible existencia de un régimen de apartheid. Israel ha desoído sistemáticamente estas denuncias, amparándose en su derecho a la autodefensa. Al negarse a reconocer la jurisdicción de la Corte Penal Internacional sobre sus acciones y rechazar mecanismos internacionales de rendición de cuentas, Israel actúa con una impunidad sistemática que mina los pilares del Derecho internacional humanitario. Mientras presenta una fachada democrática para su población judía, mantiene un régimen de control, vigilancia y represión sobre millones de palestinos sin ciudadanía, sin derechos y sin horizonte.
En mayo de 2024, el fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI), Karim Khan, solicitó órdenes de arresto contra altos dirigentes israelíes, incluido el primer ministro Benjamín Netanyahu y su ministro de Defensa, Yoav Gallant, por presuntos crímenes de guerra y de lesa humanidad cometidos en la Franja de Gaza. Según la CPI, se habría recurrido al uso desproporcionado de la fuerza, al castigo colectivo contra la población civil palestina, y al bloqueo deliberado de ayuda humanitaria esencial. Las medidas incluyen ataques sistemáticos a infraestructuras civiles, como hospitales y refugios, así como el uso del hambre como método de guerra. La decisión de Khan marca un precedente sin parangón al equiparar, en el plano judicial internacional, responsabilidades penales por crímenes graves tanto a líderes de Hamás como del Estado israelí, pese a la fuerte presión política en contra por parte de Estados Unidos y otros aliados de Israel. Pero Netanyahu, perseguido por la justicia internacional, se pasea impunemente por Budapest y por Washington sin que Estados Unidos o la Unión Europea muevan un dedo. Ni Israel ni nadie que colabore en la barbarie contra el pueblo palestino creen en el Derecho internacional: se toman la justicia por su mano, que es exactamente lo contrario a la legalidad.
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