Europa 1-Rusia 0
Rusia representa la perpetuación de una tradición imperialista, sostenida en el autoritarismo. Europa ha construido, con todos sus defectos, un espacio democrático donde los derechos, la libertad y el bienestar son ejes fundamentales
RUBÉN MARTÍNEZ DALMAU
Sábado, 4 de octubre 2025, 23:37
Posiblemente les suene este nombre, aunque pocos aciertan a la hora de ubicarlo en el mapa: Moldavia. Es uno de los países menos conocidos del ... continente europeo, pero se ha convertido en los últimos tiempos en un inesperado protagonista de la política internacional. Con poco más de dos millones y medio de habitantes -bastantes menos que la provincia de València- su territorio, situado entre Rumanía y Ucrania, ha sido históricamente objeto de injerencias externas, en particular por parte de Rusia. En el siglo XIX el imperio ruso se apoderó del territorio y procedió a la rusificación del país, con políticas de represión contra el rumano -idioma oficial del país- y contra la identidad moldava. En 1940 se ultimó su adhesión a la URSS, y quedó sometida a Moscú durante más de medio siglo. Solo con la disolución de la Unión Soviética pudo Moldavia decidir sobre ella misma: corría el año 1991.
Tras la caída del régimen soviético, los moldavos han mostrado en su mayoría una clara voluntad de desvincularse de esa herencia imperial y de acercarse a Europa. De ahí la reciente victoria, una vez más, de las fuerzas proeuropeas, a pesar de la presión de rusia y los millones de rublos pagando propaganda desinformativa. La cuestión moldava es especialmente interesante porque refleja en pequeño los dilemas más amplios que atraviesan a Europa del Este: la tensión entre la herencia soviética y el proyecto europeo. A pesar de que Rusia ha intentado ejercer una influencia determinante mediante el apoyo político, militar y económico a la región separatista de Transnistria, la población moldava ha demostrado reiteradamente su voluntad de integrarse en la Unión Europea. Que un país pequeño y periférico como Moldavia haya sido capaz de resistir las maniobras de una potencia mundial como Rusia es un dato revelador: la reafirmación de la soberanía democrática frente a un imperialismo ruso que cree aún tener cartas ganadoras en el tablero europeo.
La importancia geopolítica de Moldavia supera con creces lo que sus cifras demográficas o económicas podrían sugerir. Con pocos habitantes y un PIB reducido en comparación con sus vecinos, Moldavia podría parecer irrelevante en el mapa europeo. Pero su localización estratégica, a las puertas de la Unión Europea y en contacto directo con Ucrania, la convierte en un enclave decisivo para comprender el conflicto entre Europa y Rusia. A pesar de la aniquilación cultural a la que fue sometida por los rusos, sus vínculos históricos, lingüísticos y culturales con Rumanía la aproximan al espacio europeo, en especial a través del puente que supone la pertenencia a la misma lengua latina y a una identidad más cercana a Occidente que al orbe eslavo. En este contexto, la guerra en Ucrania ha potenciado la relevancia de Moldavia: el país se ha convertido en un socio clave de Kiev, acogiendo a miles de refugiados ucranianos. La pequeña república se encuentra en el epicentro de la disputa global entre la democracia y el autoritarismo expansionista.
La importancia geopolítica de Moldavia supera con creces lo que sus cifras podrían sugerir
Para comprender el problema en sus reales dimensiones, cabe tener en cuenta que el imperialismo ruso no es un fenómeno coyuntural; se trata de una constante histórica que atraviesa la identidad política rusa desde los tiempos de los zares. El Imperio ruso se expandió hacia el oeste a costa de Polonia, Finlandia, los Estados bálticos y otros territorios de Europa central, generando una huella de dominación aún hoy presente. Durante la Guerra Fría, la Unión Soviética prolongó esta vocación imperial, aunque disfrazada bajo el lenguaje ideológico del comunismo y la solidaridad internacionalista. En realidad, el Pacto de Varsovia no fue sino un mecanismo de control militar y político sobre los países de Europa del Este, que vieron limitadas sus soberanías en beneficio de la hegemonía de Moscú. Esa lógica de dominación explica la permanente voluntad rusa de controlar lo que denomina su «extranjero cercano», es decir, las exrepúblicas soviéticas y los Estados satélite, que considera piezas indispensables de su seguridad nacional y de su influencia geopolítica. Este impulso imperial ruso se ha volcado con mayor fuerza hacia Europa; en el continente asiático, Rusia ha mantenido una relación más pragmática, en parte porque se enfrenta a potencias como China, con las que no puede disputar influencia de igual a igual. En cambio, Europa ha sido el escenario predilecto para afirmar su identidad de gran potencia. La obsesión rusa de amor-odio con Europa, que alguien debería encargarse de psicoanalizar, es inseparable de la propia definición histórica de Rusia como imperio.
La Rusia de Putin ha llevado esta tradición imperial a su máxima expresión contemporánea, consolidándose como un régimen autoritario con apariencia de democracia formal. Las elecciones existen, pero carecen de competitividad real; los tribunales funcionan, pero no garantizan independencia; el Parlamento legisla, pero bajo control estricto del Kremlin. Putin gobierna Rusia con mano de hierro desde el año 2000, alternando la presidencia y el cargo de primer ministro, en ocasiones colocando a figuras interpuestas como Dmitri Medvédev, pero sin perder nunca el control del poder. La política exterior rusa se ha alineado sistemáticamente con regímenes autoritarios y represivos: desde la alianza con Bashar al-Asad en Siria hasta la cercanía con figuras como Netanyahu en Israel, pasando por acuerdos estratégicos con Corea del Norte. Putin aparece bien retratado en el personaje de Víktor Petrov de 'House of Cards': un político que combina cinismo, cálculo y voluntad de poder absoluta, capaz de usar la corrupción, el chantaje y la violencia como instrumentos de control. «A veces debemos ser despiadados con quienes nos odian, y a veces con quienes amamos», susurraba Petrov en un capítulo de la mítica serie. La diferencia es que lo que en la ficción era una metáfora de los excesos políticos, en la Rusia de Putin es la norma estructural del sistema.
Europa, en cambio, tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial, supo reinventarse desde bases completamente diferentes. Frente a la senda del colonialismo y la explotación que había protagonizado buena parte de la historia del viejo continente, las democracias europeas entendieron que la única salida posible era la cooperación, la paz y la reconstrucción. El pacto social entre capital y trabajo generó una fórmula única: el Estado del bienestar, que no solo fortaleció a las economías nacionales, sino que cimentó sociedades más igualitarias y cohesionadas. Países devastados por la guerra como Alemania, Italia o Francia fueron capaces de reconstruirse sobre la base de un consenso democrático que limitó las ínfulas nacionalistas y fomentó una integración cada vez mayor. La creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951 y el posterior Tratado de Roma en 1957 no fueron solo proyectos económicos, sino auténticas apuestas políticas por dejar atrás la lógica de la guerra y los atroces nacionalismos de Estado y avanzar hacia una federación europea. Con toda la crítica a la que hay que someter la construcción europea durante los últimos ochenta años, un dato es constatable: hoy en día Europa es el continente con menor desigualdad económica y social del mundo.
La comparación entre los dos modelos es inevitable. De un lado, Rusia representa la perpetuación de una tradición imperialista, sostenida en el autoritarismo y la represión como herramientas políticas. Del otro, Europa ha construido, con todos sus defectos, un espacio democrático donde los derechos, la libertad y el bienestar son ejes fundamentales. Desde este enfoque, la victoria de las fuerzas proeuropeas en las elecciones moldavas no es de extrañar, ni una noticia local: es un síntoma de que el espíritu europeo sigue vivo y de que, cuando se le deja elegir, la ciudadanía apuesta por la democracia. Que Moldavia, un país pequeño y vulnerable, haya decidido por mayoría democrática orientarse hacia Bruselas y no hacia Moscú es un acontecimiento que merece ser leído en clave mundial: Europa 1, Rusia 0. No es una victoria definitiva, porque la amenaza rusa seguirá presente, pero sí marca una tendencia clara: se mira a Europa y se rechaza al autoritarismo. Moldavia, en su aparente pequeñez, ha dado una lección de dignidad y de voluntad democrática al resto del continente.
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