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No falla, cuando quiero sacar de quicio a los amigos que son padres, adopto aire pomposo y les aconsejo muy docto cómo educar a sus ... retoños. Entonces se enfadan. Y resoplan. Y bufan. Y se revuelven retrepados en el sofá. Y se agarran la cabeza con las manos porque he mencionado un tema tabú. Y escupen culebras desde sus bocas. «¿Qué sabrás tú si no tienes hijos? Si tuvieses hijos ya verías...», apostillan. Y la verdad es que tienen razón. Sólo les provoco desde cierta crueldad propia de solterón malvado para detectar su nivel de ansiedad.
Recuerdo cuando sus nenes alcanzaron algo que en mis tiempos no existía: eran preadolescentes. Vaya vaya. Y se preocupaban una barbaridad. Uno conocía los estragos de la adolescencia, con su acné, con su carrusel de hormonas, con sus merluzadas, con sus expansiones delirantes. Pero lo de la preadolescencia no se estilaba. Qué drama. Ahora irrumpe otro «pre» que me ha sumido en la perplejidad... Existe, hoy, tras discusiones científicas, un estado que se denomina «preobesidad». Me he documentado un poco por si las moscas, y he leído esto: «La preobesidad supone un exceso de adiposidad que blablabla (les ahorro el rollo), con riesgo elevado de progresar hacia la obesidad clínica y blablabla (de nuevo les ahorro el rollo)». Si rebajamos el lenguaje técnico, podemos intuir que la preobesidad es lo que se denomina en la calle como «gordinflas», «fondón» o «fanegas», y ya está. Lo que uno, en su ignorancia, en su atrevimiento, sospecha, es que estos inventos vienen desde el universo anglosajón que nos invade con sus costumbres y sus traumas. Sin embargo, si nuestra personalidad brillase, aquí deberíamos de continuar enganchados a la dieta mediterránea, ese el mejor método pra combatir la preobesidad y la obesidad. Más lentejas y garbanzos, más arroz al horno, y menos alimentos precocinadas.
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