De los trenes, y también de los barcos, mana un perfume literario y antañón que nos transmite unas emociones que rayan en una suerte de ... placeres casi físicos, incluso sensuales. Los galpones portuarios y las estaciones de ferrocarril son lugares para las aves de paso, para todo ese paisanaje humano que va, que viene, que se desplaza hacia destinos imposibles. Las viejas locomotoras vomitando humo negro, el «caballo de hierro» según los indios, parece que esperaban pacientes el asalto de unos forajidos de leyenda liderados por Jesse James. Y en el Orient Express, además de disfrutar del lujo sólo apto para aquellas carteras poderosas, te entretenían con asesinatos de alto copete que el gordinflas Hercules Poirot resolvía algo pedantuelo.
Pero la magia destilada por el tren, en la actual España, parece descarrilar y se diría que nos encaminamos hacia el imparable retorno del tren de la bruja, aquel clásico casposo de las fiestas del pueblo. Cada vez que debo subirme a un AVE para marchar de visita relámpago a Madrid, siento miedo. ¿Nos tocará, a los de ese convoy, padecer las chapuzas de un apagón, de una catenaria pocha, de un atasco terrible? Es como jugar a una ruleta rusa que te obliga a una larga espera tirado como un perro en un páramo reseco. Con esta ola de calor, aguantar un trance de ese calibre equivale a perder años de vida por el mal humor que te ataca. Y lo peor, suspender ese negocio, esa cita, esa movida, porque el retraso mata tu previsión. El próximo martes viajo en plan rápido para una bonita cuchipanda. Temblando estoy. Igual añado un botellín de agua a la mochila, por si las moscas. Este gobierno, el que más ministros luce, el que más asesores ha enchufado, ha descuidado las tareas de mantenimiento y si antes la alta velocidad era modélica, hoy equivale a soportar un suspense de Hitchcock.
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