La piscina municipal representaba el microcosmos de puro estrépito donde la mocedad del pueblo se arracimaba para trastear de manera bellaca. Éramos como el ballet ... acuático de Esther Williams pero en demente, punki, gamberro y desahogado. En ese espacio las agallas se demostraban gracias a las diferentes alturas de los trampolines. El más fácil, casi a ras de agua, publicitaba las escasas aspiraciones de los cobardicas como yo. El trampolín de las alturas sólo resultaba apto para los remachotes que deseaban epatar a las chicas. Una vez subí hasta ahí. Qué miedo. Bajé sin zambullida. Aunque para renunciar de esa manera innoble también se necesitaba valor por aquello del ridículo...
Recuerdo cuando inauguraron la piscina municipal en mi pueblo. Causó sensación. Se nos antojó, a la chavalería, el colmo del lujo. Era una piscina sin lujos, pero poder bañarte cuando el calor veraniego equivalía a rivalizar con las estrellas de Hollywood. Aquella agua piscinera atufaba a cloro y lejía. También sospecho que la gente no se cortaba a la hora de derramar, con disimulo, sus lluvias doradas, pero no nos importaba. Al fin y al cabo, por un lado, fuimos la primera generación que se bañaba y éramos conscientes de esa merced. Por otra parte, lo bueno de la edad del pavo es que todo te resbala porque vives en tu atroz burbuja de inmediatez rotunda. Chapoteábamos como calamares tullidos, puteábamos al otro hundiendo su cabeza bajo el agua, nos lanzábamos a lo bomba para salpicar al prójimo... Ah, qué risas más ceporras... La maldita dana va arrebatar a más de cien mil personas el placer entre cosmopolita y zoquete de acudir a la piscina municipal, actividad harto democrática porque el bañador nos sitúa a todos en idéntico nivel de destape existencial. La dana se ha cargado demasiados sueños mientras los jefes siguen peleándose. Qué triste.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.