Todas las semanas me veo obligado a peregrinar agusanado hacia el cajero automático y, en esos trances suelo arrastrar mis pies mientras mi faz resulta ... más triste de lo habitual. Porque en lo de viajar hasta el cajero hay algo de humillante, algo de penoso, algo de lamentable, algo de vulgar. Acudes cariseco y reconoces tu condición de siervo cagoncete ante un máquina fea, una especie de mazacote que huye de las líneas depuradas del diseño nórdico, un fistro atroz que chirría mientras escupe despectivo los billetes que te permiten afrontar los pequeños gastos diarios.
Publicidad
Procuro sufrir esa penitencia de capitalismo rampante tan sólo una vez a la semana, ya digo. Pero rara vez lo consigo porque las derramas banales jalonan la existencia del solterón, así pues, como mínimo, me pongo genuflexo aguardando la limosna de la maquinorra al menos dos veces a la semana. Y no logro desprenderme de la sensación perdedora que me acuchilla. Qué poca cosa soy. Qué fracaso de vida. Qué manera de soportar resignado esa esclavitud. Ábalos se tiró como un lustro sin extraer flus del cajero. Es mi héroe. Sólo desde las artes clandestinas puede uno coronar semejantes cumbres. Necesito, pues, que, el día de mañana, que tampoco vamos a presionar a este hombre con todos los líos que le persiguen, nos explique su método. Ignoro si vivía del aire en plan eremita, pues lo suyo parece mística, o si descubrió el proceso alquímico por el cual el plomo muta en lindo oro. Truco hay, eso no lo dudamos, pero uno, en su universo morigerado, solo pretende averiguar dónde se esconde el fulgor de tanta elegancia. El abracadabrante alarde de «soy feminista porque soy socialista» me resulta alfalfa, pacotilla y quincalla al lado de ese triunfo que consiste en no someterse ante la tiranía de los cajeros. Eso es insuperable. Libertad es huir de los cajeros. Fijo.
Suscríbete a Las Provincias al mejor precio
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión