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Tal es la sensación de absoluta precariedad que no nos extrañaría si mañana aterrizase una nave repleta de peludos aliens de los que escupen babas ... corrosivas que te metamorfosean en fritanga. Tanta es la desinformación que parecemos funambulistas que se deslizan sobre el alambre sin red que mitigue la caída. Cualquier desgracia nos acecha, pero optamos por la resignación, al menos yo, porque tampoco vamos a ir con miedo todo el día. Lo que tenga que venir, que venga. Lo malo es que vienen demasiadas cosas chungas en demasiado poco tiempo. A finales de mes pillo un tren de alta velocidad. Es un veloz traslado de ida y vuelta, pero como no me fío, igual salgo la noche anterior en previsión de chapuzas, retrasos, imprevistos y otras calamidades.
Ignoro si el último (o penúltimo, que nunca sabe) descalabro de la alta velocidad se debió a un sabotaje o a un robo de cobre. Apuntan el ministro y sus fans, de manera entre sibilina y disimulada, que lo de un latrocinio de cableado supone un palo escasamente lucrativo. Unos mil pavos de beneficio. Además, añaden que los manguis surcaron sendas y caminos a la vera de los olivares. Algún ladronzuelo he tratado, por aquello de informarme para las novelas, y les aseguro que por un trallazo de mil euros son capaces de esforzarse barbaridades. Por mucho menos, también. Los ladrones sudan la camiseta. Los robos que perpetran suelen ser pura cochambre que exige enormes desgastes y formidables inversiones energéticas. Yo les decía: «¿Pero en serio te compensa dar el palo a unas tragaperras allá en el bar de un polígono?» Y ellos, bastante pasmados, contestaban: «Es mi trabajo, no sé hacer otra cosa». Con una labor honrada sufrirían menos y ganarían más, pero imposible convencerles. Les iba la marcha. En cualquier caso, avanzamos sobre la senda bananera. En esto sí vamos como un cohete.
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