Ese palo no podía fallar. Un golpe en el que estaban involucrados Alain Delon, Yves Montand y Gian Maria Volonté, bajo las órdenes del cineasta ... J. P. Melville, triunfaba seguro pese a los imponderables de última hora. Con gente así de seria, profesional, artista y resuelta todos sabíamos que el éxito estaba garantizado y que no la pifiarían a la hora de birlar el fulgor de aquella exquisita joyería situada en una céntrica plaza parisina. Por supuesto, lo habían planificado al milímetro. Yves Montand, un expolicía estragado por las tiritonas que atacan al borracho cuando este decide embarcarse por el camino de la sobriedad, un tirador de elite, era el encargado de disparar para que el plomo desactivase las alarmas. Menudo papelón el suyo. De su temple dependía la gloria.
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Lo mejor de la película, un clásico del cine negro francés, es que durante la acción del asalto se tiran 25 minutos sin soltar palabra. Actúan en silencio. Esa es la magia del cine. La depurada puesta en escena conmociona al espectador por esa poesía mística que no es sino coreografía criminal. Pero la vida real, ay, qué le vamos a hacer, siempre es más cutre que nuestro celuloide favorito o nuestras amadas ficciones literarias. Bastaron un montacargas, unos chalecos reflectantes, unas mazas, unas sierras radiales, unos ciclomotores casposos empleados cuando la huida y unos tipos dotados de una jeta formidable para evidenciar el desastre, la imparable decadencia de Francia. Qué desacato. Se les quemó la catedral de referencia y ahora humillan al Louvre. Y Sarkozy entrullado, acaso preparado para intentar una fuga como la que narró José Giovanni en 'Le Trou', también en la cárcel de 'La Santé'. Menos mal que Yves Montand, al acertar aquel disparo, metió la mano bajo la chaqueta, sacó una petaca y le arreó un trago largo, muy largo. Que le quiten lo 'bailao'.
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