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Es un problema de los tiempos modernos. Lo entiendo. En estos casos me alegra no tener descendencia por aquello del recalcitrante egoísmo, así evito ciertos ... marrones que me sumirían en la desesperación. Varios amigos cuentan con criaturas de edades similares, unos simpáticos renacuajos que ya caminan un poco y balbucean un mucho. Todavía les domina el atolondramiento, pero ya pueden socializar, jugar e interactuar entre ellos.
Y ha llegado el momento de presentarlos. Y están asustados porque temen las reacciones. ¿Se llevarán bien? ¿Conectarán entre ellos? ¿Compartirán sus juguetitos? Ojalá. Pero, ¿y si se pelean? Porque claro, esos padres consideran que sus bichos son los más guapos y los más listos del mundo, y si estalla la bronca entre ellos quizá discutan los adultos hasta romper una amistad de varias décadas. Sí, es un trance delicado. Por fin llegó el momento y se citaron en el parque para que los pequeñuelos se conocieran. Y los tres perretes por fin se vieron, y no tardaron en emitir alegres ladridos y también, máxima expresión de incipiente colegueo, se olfatearon el culo. Luego brincaron juntos y corretearon gozosos porque son muy jóvenes y les sobra la energía. Los dueños de esos canes respiraron tranquilos. Sus perritos congeniaron y entonces pudieron entablar relajante y risueña tertulia sobre las marcas de pienso que consumían, la esponjosidad de sus heces, las vacunas perrunas y resto de parafernalia que acompaña a las mascotas de hoy. Si acaso rivalizaron un poco en graves asuntos como «a mí ya me da la patita antes de zampar su comida». Pero no discutieron, todo transcurrió con esa especie de contenido orgullo tan propio de los padres primerizos. Levantaron la sesión cuando los lindos chuchos mostraron síntomas de cansancio. «Mejor nos vamos, que llega la hora de su cena», dijo uno. Y así lo hicieron.
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