Las bodas tienen un precio porque los convidados pasan por la taquilla del joven matrimonio para dejarles un confortable lecho de billetes sobre el cual ... puedan retozar. Me encantan los bodorrios excesivos y horteras de los mafiosos de las películas porque ahí van a pecho descubierto. Extraen un fajo de pasta del bolsillo, la espesura de la fértil viruta irradia el poderío del capo, o del simple soldado con aspiraciones, y se lo enchufan a los recién casados mientras sonríen y les desean mucha felicidad. Ahí nadie disimula y todos saben la contribución del otro.
Aquí, en cambio, con nuestro pudor, se opta por la cuenta corriente o por el discreto parné que se ensobra para alejarlo de las miradas cotillas. Pero el sobre puede ser un sobre sorpresa de racanería. Algunos no apuntan su nombre porque depositan una miseria. Cuidado, pues, con lo sobres. En cualquier caso, leyendo como siempre este periódico, descubro que los norteños apoquinan unos 250 pavos por boda y, los sureños, unos 150. De nosotros, los del este, nada apuntan, pero sospecho que, en general, somos generosos porque tememos el qué dirán y porque nos encanta ese glorioso grito de guerra, entre moro y cristiano, entre zumbón y mediterráneo, que brama lo de «¡aixo heu pague jo!». Aunque existe una minoría entre la que milito que, con tal de no acudir a una boda, prefiere pagar. Las bodas, hoy, bueno, y ayer también, representan un ejercicio de paciencia infinita. Si eres joven, bien, porque agarras una medio toña gracias a la barra libre y con suerte hasta ligas. Pero a determinadas edades se convierten en una gincana pelín engorrosa. Nunca le agradeceré bastante a mi amigo Boke Bazán cuando, ante su boda, me susurró muy respetuoso: «¿Quieres que te invite?». Componiendo ojos de borrego degollado le respondí: «Si me quieres, no me invites». Y supe que me quería.
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