Incidentes domésticos
Los clásicos del terror con casa encantada, esa vieja mansión que cruje y que esconde secretos en los sótanos, en los pasadizos clandestinos y en ... los desvanes tachonados por telas de araña, nos divierten y nos atraen porque convierten un inmueble en un personaje dotado de vida propia. Imagino que nuestros pisos, nuestros adosados o nuestros chaletes adquieren, con el tiempo, algo de nuestra personalidad, y que eso quizá les concede un pequeño aliento que les hemos prestado. Todo se pega, menos la guapura y el dinero, como bien sabemos.
Pero si el techo y los ladrillos que nos protegen prolongan nuestro caracter, quiero suponer que los trastos que acumulamos tambien destilan una parte de nuestras manías, cierto perfume que se desprende de nuestra piel. Conviene, pues, permanecer atentos ante las señales. Durante el pasado fin de semana, primero se me descalabró la tele. La pantalla exhaló un «puf» de largo adios, de tránsito hacia el más allá, y luego murió en pleno fundido en negro. Al día siguiente la butaca que me sujeta mientras le doy a la tecla se partió en dos mitades que conservo como quien guarda un bicho disecado. No me pregunten por qué preservo esos restos del naufragio, pero algo segregan y, en consecuencia, de momento, soy incapaz de arrojarlos al abismo del vertedero. El fostio que me casqué contra el suelo fue épico. Un costalazo en toda regla. Si dos artefactos se han puesto de acuerdo para fallecer, algo sucede y esto me inquieta. ¿Seguirá la racha? Mmm... En cualquier caso, me deslizo por la «palocueva» con cautela, temiendo otra baja tipo la nevera o la lavadora o el microondas. Nunca se sabe. El televisor ya lo he repuesto, para una nueva butaca me lo tomaré con calma porque su función así lo exige. Escribir con el culo torcido resultaría nefasto. Y espero que las quiebras finalicen por ahora, caray.
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