El hincha es una persona normal, incluso sensata, que, una vez sufre la fiebre de las gradas animando al equipo de sus amores durante la ... emoción tribal de los partidos futboleros, experimenta una mutación espectacular y entonces se transforma en un ser propenso al histerismo, al griterío, a la bronca, al bramido. Los hinchas y las hinchadas, a falta de otras terapias quizá más caras o, en cualquier caso, más aburridas, se limitan a un radio de acción que se ciñe a la jornada en la cual el balón mastica su ración de hierba. Todos conocemos seres de luz que, al metamorfosearse en hincha, adopta modales diabólicos. Hasta aquí, bien. Esto forma parte de nuestro folclore deportivo. Lo asumimos.
Lo peculiar, lo curioso, es que asistimos a un fenómeno en el cual buena parte de los compatriotas abrazan modales de hincha porque el estrépito de pura hinchada en plena tamborrada ha superado el fútbol y se adueña de otras esferas. Ahora todos somos hinchas. Feroces hinchas de un determinado tertuliano, o de un influenciador bocazas, o de un concursante de telerrealidad, o de un político, o de un cocinero que opina de lo que sea, o de un modisto que critica las costuras de nuestros humores, o, peor aún, de un repugnante 'coach' que nos lava el tarro para forrarse a costa de nuestras debilidades. Hemos renunciado, en cierto sentido, a la más mínima reflexión, al simple ejercicio de cavilar por nuestra cuenta. Nos guiamos por afinidad ideológica y apenas nos importa si alguien que no piensa como nosotros ventila sus argumentos de una manera brillante, llamativa, original. Conviene admirar la excelencia del otro aunque su pensamiento no coincida con el nuestro porque, sin estos ramalazos, reducimos nuestro espíritu y nos encerramos en las fronteras de nuestros ombligos y de los ombligos similares. Y así no hay manera, oye.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión