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Cuando España dominaba los mares y era la superpotencia en las cortes de Inglaterra y Francia aprendían el español porque ese era el idioma anhelado ... por los aristócratas de aquellos países, de lo contrario quedaban algo paletos. El español, en consecuencia, era también el idioma de la diplomacia de aquel tiempo. Hoy, esto puede chocarnos, pero es que, en efecto, ocupábamos la cumbre. Más tarde, sobre todo por su habilidad vendeburras, el francés nos desplazó y se convirtió en la parla diplomática. Y en la actualidad, no hace falta explicarlo, es el idioma inglés quien vence por goleada. La superpotencia que lidera la economía impone su lengua. Es inevitable.
Todo esto viene a cuento de los dichosos pinganillos. Resulta tristísimo discutir incluso por lo de los pinganillos y la fatiga nos invade hasta el colapso. Se trata de un cansancio cargado de desilusión, de un hastío que nos impide agarrarnos al clavo ardiendo del optimismo, de un nube melancólica que derrama su lluvia fina sobre nuestras chepas. Nadie quiere irrespetar las otras lenguas oficiales, sólo de ser prácticos. ¿Disponemos de un idioma común? Sí. Entonces, ¿para qué ofrecer tabarra en vez de facilitar el entendimiento? Acaso se pretende otorgar al imperio del pinganillo un barniz simbólico, digo yo, pero esto sólo contribuye a la bronca que erosiona energías y que implica pérdidas de tiempo. Si discutimos acalorados por este tipo de fruslerías nos decantamos por el atolladero. En vez de optar por la sencillez, por el sentido común, nos anclamos en la ingrata trifulca que no mejora la vida de los ciudadanos. No han sellado ningún acuerdo, ni siquiera con la vivienda. En esta España nuestra nos deslizamos hacia la merluzada insensata. Pudiendo hacerlo mal, ¿para qué hacerlo bien? Esa parece ser la máxima que preside sobre demasiadas seseras. Lástima.
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