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Aquellos señorones de antaño, capitalistas de ego desbocado, carcamales recalcitrantes con un punto abyecto, rancios hasta el infinito, casi siempre despreciando cualquier hebra con perfume ... a cultura, rivalizaban entre ellos y medían el poder de su cartera según la calidad de su amante, de su «querida», como se decía con un deje de crueldad hipócrita. Y los que dominaban el cotarro alardeaban del piso, del piso que le enchufaban a su querida clandestina. Tener amante era una cosa, si encima a esta le alquilaban una morada, entonces se entendía que ahí estallaba el ringorrango sólo al alcance de unos pocos.
Creía uno que, aquellos tiempos preñados de doble moral y de clasismo repelente, habían desaparecido. Pero me equivoqué. Véase a la célebre Jessi y al señor Ábalos. Lo curioso de este caso que alimenta el morbo de nuestra hispana sociedad es que viene protagonizado por un izquierdista que, además, brindaba lecciones al prójimo. Ábalos, en efecto, ha replicado el modelo de los impresentables de antaño, de aquellos conservadores ultramontanos y zafios. El mundo al revés. Ábalos no es doble moral, sino triple moral. Y encima sin rascarse los dineros de su propio bolsillo, pues le consiguió el magnífico pisazo a su amiga (2.700 pavos al mes) gracias a la tela que, presuntamente, aflojaba Aldama con Koldo de mamporrero. Aquellos ventripotentes jurásicos, especie extinguida aunque hoy resucitada, de premio final, en el ocaso de sus existencias, le concedían una mercería a su amante para que se ganase el pan. Ábalos, con el dinero de todos, empleó a su amiga en dos chiringuitos públicos para que se sacase un bonito jornal por la cara. Convendría investigar las covachuelas de nuestras administraciones para averiguar cuantos trabajadores zombis disfrutan de una soldada sin doblar el lomo. Ganaríamos en higiene democrática.
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