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Huyendo de unos ultras de la hinchada contraria, allá por los 90, mi amigo el monologuista y actor Manu Badenes, junto a un par de ... compañeros suyos, galopaban cerca del viejo Mestalla. La horda de caníbales se aproximaba y ellos sentían el peligro contra sus nucas. Jadeaban. El miedo les agarrotaba las piernas. Entonces apareció, bien plantada sobre la acera, una presencia que les salvó. Su estampa frenó la tropa de cafres. Se trataba de Manuel Cáceres Artersero, más conocido como Manolo «el del bombo».
Los agresores respetaron su silueta y se largaron con la bronca a otra parte. Manolo acogió en su bar a los desesperados chavales que escapaban. Años más tarde, Manu pasó a darle las gracias por su gesto tan de superhéroe que te libra de la calamidad en el último segundo. Manolo se ha marchado con su bombo y, con él, desaparece una parte futbolera de mi infancia. Los críos, en efecto, alucinábamos con ese señor tocado por una txapela imposible, por una suerte de boina extragrande, que recorría países y gradas siempre dale que te pego al bombo.
Manolo fue friki antes de que lo friki se pusiese de moda. Y su España representaba la de ese país que solía perder sobre la cancha para luego quejarse del árbitro, de la mala suerte, del entrenador, de tal o cual jugador que la había pifiado. Manolo era el bombo de España y España, la España de clase media voluntariosa, esforzada, sincera y futbolera, era un poco como el bombo de Manolo; o sea mucha furia, mucho ruido y mucho alarde primitivo, pero escasa técnica, breve estrategia y una rabia confusa que jamás se encauzaba hacia el lado correcto. Si los yanquis disponían de sus gimnastas animadoras, minifalderas y blondas, elaborando cabriolas a base de brincos y pompones, nosotros nos ceñíamos al guión algo bruto de los truenos que manaban del bombo de Manolo. Descanse en paz.
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