Parece que manda la tradición del salvaje oeste. El sheriff primero dispara, y luego, ya si eso, pregunta. Aunque no les queda mucho para preguntar, ... apenas unos trozos de carne flotando en el mar, restos humanos convertidos en picadillo, tras el pepinazo que reciben desde el aire. Nadie les detiene, ningún abogado les defiende, ningún juez les juzga, ningún fiscal puede arrojar lo de «protesto, señoría». Les fumigan como a una plaga y no admiten la réplica. Apunten, disparen, fuego. Y se acabó. Pero uno no puede evitar pensar que esos tipos que navegaban en una presunta narcolancha, a lo mejor, tienen madre, hijos, hermanos.
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Esto de cargarse tan alegremente a la gente que forma parte del último escalón del narcotráfico, los pringados que, a cambio de unos billetes, trasladaban la mandanga, me sorprende. También me asombra que nadie proteste. Nixon comenzó la guerra contra la droga, Reagan puso mucho empeño y Trump opta por la solución radical. Pero el verdadero problema es otro. Los Estados Unidos son un mercado con millones de parroquianos dispuestos a usar la nariz como una aspiradora de polvo blanco, y mientras exista tan nutrida clientela, el tráfico no cesará porque los señores de la droga nunca renunciarán a esa fuente de golosos ingresos. Cuando cae un capo, otro le sustituye al frente de la maquinaria. Pese los intentos de los gobiernos yanquis, cada vez más gente consume el producto que taladra la sesera. Y quizá, en vez de rociar con bombas a los desesperados que huyen de la miseria cargando con el veneno como mulas, deberían de mirar su país, corregir de alguna manera el vicio que vence a tantos de sus compatriotas. El trasiego sólo finalizará cuando nadie compre el polvo blanco. Pero no parece que eso vayan a suceder. Mientras tanto, seguirán pasaportando gente hacia el más allá, pero eso sólo es un parche.
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