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A mí tampoco me gustaban las palomas de ciudad, aunque fuese ir en contra de mi propio apellido. Hace años pensaba que eran ratas voladoras ... trufadas de parásitos, bichos alados algo cursis, pajarracos impertinentes que osaban acercarse hacia tu mesa allá en una terraza para devorar las migajas que caían al suelo. Por otro lado, se comentaba que las deposiciones de las palomas corroían estatuas y otros venerables objetos de nuestro patrimonio.
Pero no sólo va a cambiar de opinión nuestro presidente. Nosotros, vulgares ciudadanos, personas de gustos morigerados, también tenemos derecho, qué leches, a padecer modificaciones en nuestros pensamientos. Por eso, un buen día y sin venir a cuento, seguramente mientras me secaba tras la ducha, pues ese trance favorece las especulaciones chorras, me dije que las palomas, al fin y al cabo, se buscaban la vida. Vale, seguían siendo unos pájaros piojosos, pero sin duda muy espabilados, capaces de adaptarse de maravilla a los rigores, los peligros y las contaminaciones de la gran ciudad. Ellas progresan, procrean que es un primor y su número prospera. Algún mérito, por lo tanto, mana de sus cabecitas como jibarizadas y de sus picos como de usurero profesional. De repente, sentí respeto hacia la resistencia de las odiadas palomas. Las palomas serían, en este sentido, las Yoko Ono del pop. Además, detalle fundamental, si llego a octogenario no quiero privarme de darle de comer a las palomas sentado en el banco de un parque. Llevo años esperando ese sublime momento. Te levantas achacoso, te aburres y, en fin, resulta que se te antoja el colmo de la emoción alimentar voraces palomas. Eso supone la dicha absoluta. Pero quizá me cercenen ese placer... El ayuntamiento pretende multar con 3.000 pavos a los que alimenten palomas. Entonces, ¿qué haremos si alcanzamos respetable longevidad?
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