En una época donde exaltamos el cuerpo en las redes sociales y atendemos a sus solicitudes con cuidados, dietas y horas de gimnasio, es bueno ... recordar que también somos espíritu y que solo a partir de este contraste (cuerpo-alma) podemos explicar esa realidad que llamamos hombre. Los argumentos para sostener esta tesis pueden ser numerosos y variopintos. A mí me convencen aquellos que tienen su origen en los instintos básicos. Efectivamente, la tensión entre alma y cuerpo, y no la prevalencia de uno sobre el otro, puede evidenciarse en fenómenos tan instintivos y a la vez tan espirituales como comer y mantener relaciones sexuales. Los instintos básicos que permiten la subsistencia del individuo y la supervivencia de la especie se convierten en el hombre en dos actos con profunda significación espiritual y comunión personal.
Si reflexionamos debidamente sobre el hecho de comer, caeremos en la cuenta de que no compartimos mesa con cualquiera sino únicamente con aquellos con los que nos sentimos espiritualmente unidos. Invitar a cenar a una mujer es algo que transciende la mera alimentación o nutrición. Es el modo de celebrar el cariño de quien ha seducido en su singularidad única e irrepetible nuestro corazón. El afecto también está presente entre hermanos, padres, hijos, sobrinos, abuelos y nietos en la cena de Navidad y lo encontramos en los progenitores en un acto tan prosaico como preparar la merienda de los niños a la vuelta del colegio. El amor a la madre se presenta frecuentemente vinculado al recuerdo de las viandas y manjares con los que nos agasajaron durante años y una muestra de aprecio es volver al hogar para degustarlos de nuevo y con ello mostrar la estima que seguimos profesando a nuestros mayores. Pero la madre, a su vez, heredó la receta de su madre a la que recuerda también, entre otras cosas, prodigándose junto a los fogones. Así, se genera una cadena afectiva y nutritiva que va uniendo a las generaciones espiritualmente entorno a alimentos tan sencillos como un arroz con leche. Hace pocos días pedí en un restaurante unas torrijas con la única intención de compararlas con las que en su día hacía mi abuela. Fue un acto profundamente instintivo a la vez que evocador y cariñoso. Cuanto acabo de narrar está tan anclado en el hombre que muchos negocios de restauración venden «comida casera» sabiendo que con ello no solo apelan a un instinto básico sino que emulan lo que madres y abuelas llevan siglos realizando.
Sucede lo mismo con las relaciones sexuales a las que con frecuencia nos referimos con la expresión hacer el amor. Acostarse con alguien es un acto de íntima y profunda comunión personal y fuera de este contexto queda desvirtuado como cuando nos alimentamos movidos por la gula. El amplio abanico de posibilidades y bricolaje erótico que inunda nuestra sociedad y promueve una praxis solitaria del sexo, no creo que pueda considerarse un signo de progreso y avance en este campo, sino todo lo contrario, una degeneración progresiva y análoga, mutatis mutandis, al éxito de los restaurantes de comida rápida con los alimentos ultraprocesados y refrescos saturados de azúcar para comer rápido y solos. Queremos tener relaciones sexuales con una sola persona a la que apreciamos, tenemos afecto y con la que deseamos compartir la vida. Por ello, distinguimos muy bien hacer el amor de otras formas esporádicas y desvirtuadas que, aunque materialmente semejantes, formalmente son distantes como las infidelidades o la visita a los lupanares. Realmente las relaciones sexuales son plenas cuando se someten no solo a un orden racional sino fundamentalmente a la ley del amor. Esto es así porque a diferencia del comer, el instinto sexual no se dirige hacia una manzana, sino que apunta a una persona y de ahí que el respeto a su dignidad deba presidir todo referente a las relaciones carnales. Además, las singularidades anatómicas de nuestra especie hacen que el coito humano pueda ser frontal, cara a cara, convirtiéndolo en encuentro personal. Como el amor es expansivo y comunicativo surgen en este contexto otras personas, los hijos, que recibirán el amor de sus padres y a su tiempo los transmitirán a otros generando, como con las recetas, una nueva cadena afectiva.
El instinto sexual no se dirige hacia una manzana, sino que apunta a una persona
Así pues, en el centro, sea del comer como de la unión sexual, está siempre el alma (espíritu) y el cuerpo (carne). No somos ni una cosa ni la otra, sino un híbrido en el que ambas realidades se entreveran. Por ello, a nosotros, a diferencia de otras especies, no nos basta comer y reproducirnos para subsistir como individuos y sobrevivir como especie. Los instintos se convierten en el hombre en vehículos de comunicación afectiva y espiritual y solo así y de este modo alcanzamos una verdadera y auténtica realización humana y personal.
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