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La perversión de lo público

La perversión de lo público

No se debate el papel del Estado, lo que se hace es colocar a amiguetes y cargos del partido en los puestos clave

Pablo Salazar

Valencia

Sábado, 3 de mayo 2025, 23:37

Los populismos, a izquierda y derecha, imponen su ley. Sus reglas de juego. La del maniqueísmo, por ejemplo. Público o privado. Los ultraliberales dicen: nada ... de Estado, que todo sea iniciativa privada. Y la izquierda replica: lo público es lo justo, lo igualitario, lo que garantiza el acceso a los servicios de todo el mundo, ricos y pobres. No siempre ha sido así. Un planteamiento tan sesgado, tan poco riguroso. Durante décadas, tras el desastre de la Segunda Guerra Mundial, las dos grandes fuerzas políticas que han construido Europa -democristianos y socialdemócratas- llegaron a un cierto consenso. Un Estado social mínimo, intocable. Cuando gobernara la derecha, se estrecharía pero sin traspasar los límites. Y cuando lo hiciera la izquierda se ensancharía pero sin riesgo de alcanzar el modelo del intervencionismo estatal propio del comunismo y el socialismo. Funcionó. Los empresarios podían seguir ganando dinero pero los trabajadores tenían asegurados sus derechos laborales. Un sueldo que permitía emprender un proyecto de vida, un horario razonable, vacaciones pagadas... Avances que hoy vemos como algo normal -o al menos hasta ahora lo eran- pero que entonces representaron una reforma integral del sistema. No hay que olvidar que el capitalismo sin control, en un régimen autocrático como el zarista, había provocado el estallido de la revolución soviética. Y en el otro extremo del tablero, los fascismos habían surgido como contestación ultranacionalista en países con graves problemas sociales. Decía que el acuerdo, el pacto entre las dos grandes fuerzas europeas, funcionó y permitió años de crecimiento y mejora generalizada de las condiciones de vida. El proletariado dio paso a la clase media, incluso en España, donde al franquismo no le quedó más remedio que sepultar la autarquía y abrazar una economía que combinaba el liberalismo con el papel del Estado en los sectores estratégicos. De todo aquello, de ese espíritu, no queda nada. La globalización y la economía financiera lo han trastocado todo y ahora nos encontramos con que nuevamente, a derecha e izquierda, se escuchan mensajes de un simplismo desesperante. Pero así como el ultraliberalismo encuentra pocos seguidores, el intervencionismo vuelve a concitar grandes apoyos no sólo en un comunismo que nunca renunció a él sino también en el socialismo, que arrinconó hace años los postulados marxistas. De este modo, entre los gobernantes del PSOE es habitual encontrar no sólo declaraciones sino medidas concretas en favor de lo público. Lo público por lo público. Lo vimos con los años del Botánico y la reversión de concesiones sanitarias que funcionaban razonablemente bien y que al pasar a depender nuevamente de la Generalitat trajeron consigo más listas de espera y más quejas de los pacientes. Lo hemos vivido recientemente con la absurda polémica alentada por el Gobierno sobre las universidades privadas, como si todas fueran iguales y como si las públicas fueran ejemplares. Y lo hemos padecido esta semana tras el apagón del lunes, cuando Pedro Sánchez acusó sin pruebas a las compañías eléctricas de un fracaso en el que tuvo mucho que ver su dogmatismo energético y el papel de un actor llamado Red Eléctrica, ente medio público-medio privado, presidido por una exministra socialista. Esta es la perversión de lo público, la colonización de instituciones que deberían estar reservadas a personalidades de prestigio, no a excargos del partido a los que hay que colocar. También esta semana hemos conocido que Meritxell Batet, otra exministra y expresidenta del Congreso, ha encontrado acomodo en el consejo de administración de una empresa participada en parte por la SEPI. Medio pública- medio privada. Defienden lo público como si fuera un Shangri-La donde viviremos felices e iguales (¿por qué hay que ser iguales?, hay que tener idénticos derechos, que no es lo mismo). Pero en realidad no es más que una prolongación del partido, un reducto para los suyos, un atajo para cobrar sueldos astronómicos (546.000 euros al año en el caso de Beatriz Corredor) llegando a la cima no por currículum ni por experiencia profesional sino por méritos políticos, por fidelidad a la causa, por años de servicio, por calentar los bancos de la oposición, por caer bien al líder. El debate razonable debería ser fijar el papel exacto del Estado. (¿No sería lógico, por ejemplo, que el regulador eléctrico fuera cien por cien público?). En lugar de eso, andamos ocupando consejos de administración y colocando a amiguetes. En definitiva, montando una nueva casta.

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