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Gracias al ABC me enteré que el historiador cuyo libro tenía entre las manos formaba parte del Comité Científico de los '50 años de España ... en libertad', el organismo impulsado por el Gobierno para revestir de cierta formalidad académica lo que no pasa de ser el nuevo intento partidista de estirar el chicle del franquismo y el antifranquismo, recurrente comodín del socialismo para tratar de ganar las elecciones. Un comité en el que, informaba el diario, no hay «ni un defensor de la Transición». Julián Casanova, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza, ha publicado una biografía sobre Franco, que, al decir de la crítica de El Mundo, es «la que gustará a Pedro Sánchez». Leyéndola he entendido por qué. Y por qué está él en el comité de marras. El libro viene a ser una enmienda a la totalidad del proceso político que comenzó el 20 de noviembre de 1975, el día en que murió el dictador. Lo hace de una manera elegante, no a lo Pablo Iglesias/Podemos, es decir, sugiriendo más que enseñando. Dejando bien claro que la legitimidad de Juan Carlos I procede de la restauración monárquica decidida e impulsada por la dictadura. En la página 351 reproduce cómo el entonces príncipe prestó juramento ante las Cortes, en nombre de Dios y sobre los santos Evangelios, « (...) lealtad a su Excelencia el Jefe del Estado y fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino». E insiste: «En su discurso Juan Carlos afirmó que recibía del Jefe del Estado y Generalísimo Franco 'la legitimidad política surgida el 18 de julio de 1936'». Algo parecido sobre la deslegitimación podríamos decir de las constantes referencias a Manuel Fraga, uno de los fundadores de AP, precedente del PP. Casanova reconoce la represión y los asesinatos cometidos en la zona republicana. Aunque pasa casi de puntillas sobre la responsabilidad del PSOE en «la insurrección revolucionaria de octubre de 1934 en Asturias», en la que el general Franco se encargó de «coordinar las operaciones militares y la represión». Dedica gran parte del capítulo 28 («Todo ha quedado atado y bien atado») al papel de la Iglesia española. «Obispos, sacerdotes, frailes, monjas y católicos rindieron pleitesía al 'enviado de Dios hecho Caudillo'». Pero apenas presta atención al asesinato de más de 7.000 religiosos a manos de los milicianos del Frente Popular, en muchos casos con ensañamiento, torturas, violaciones, profanación de cadáveres... ¿No será por ese motivo y por los incendios en templos y conventos, por la prohibición de los colegios católicos y, en definitiva, por la persecución del hecho religioso al más puro estilo comunista-estalinista, por lo que la Iglesia española se sumó a la causa franquista? No rehuye Casanova un hecho fundamental que los revisionistas prefieren ignorar. Franco murió en la cama no sólo por disponer de un aparato represor sino porque era «popular, adorado por una buena parte de la población y había muchos que lo deificaban como defensor del orden, la autoridad, la concepción tradicional de la familia, los sentimientos españolistas, la hostilidad beligerante contra el comunismo y un inflexible catolicismo reaccionario». El tufillo que destila ésta y otras afirmaciones semejantes es que la España atrasada, ultra, la de los privilegios y la misa de 12 es la que apoyaba al dictador. La realidad, de ésta y de cualquier dictadura, es mucho más compleja. La mayoría de los chinos no deben de ser comunistas pero el régimen comunista en China goza de aparente buena salud. ¿Por qué? Porque los chinos cada vez viven mejor. Aquí, en el libro que nos ocupa echo en falta la intención de elevarse sobre los lógicos prejuicios hacia una autocracia y tratar de ver el conjunto de la España de entonces, de su sociedad y de su economía. Sin recursos a la ironía tan poco científicos como con el que arranca el capítulo 25 (Trabajar en la dirección del Caudillo): «España era un país privilegiado que no necesitaba importar nada», forma de descalificar la autarquía de la primera etapa tras la Guerra Civil. En resumen, una oportunidad perdida de hacer historia dejando en el armario el inevitable traje ideológico que todos llevamos puesto. A no ser, me digo tratando de buscar una explicación, que se trate de una derivada española de ese Institut Nova Història que lo mismo convierte en catalán a Miguel de Cervantes que a Santa Teresa. Conociendo la obligada querencia catalanista de nuestro presidente del Gobierno (al que, sin duda, si la ha leído, que no creo, le habrá gustado la biografía comentada) no me extrañaría que acabara montando o promoviendo un Instituto de Historia Verdadera. A su mayor gloria.
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