Morante es un genio
Pasarán los años y recordamos aquella tarde en Las Ventas y lo de menos será si cortó o no las orejas
El miércoles debuté en Las Ventas. El maestro Pedro Toledano me dio la alternativa. Un poco talludito estoy ya para vérmelas en semejante trance, pensarán ... algunos, pero así es la vida. Como explicarían los matadores de verdad, es que no he tenido un buen apoderado que me llevara y aconsejara, es que los empresarios no han confiado en mí, es que no tuve continuidad... El caso es que el azar quiso que eligiera el mejor día para mi bautismo en la plaza más importante del mundo, la que más da y la que más quita. Dicen que también la más difícil. Las Ventas es un microcosmos único. El gran Pepe Luis Benlloch me comentó pocos días antes que lo mejor de los toros es la expectativa, el antes, los preparativos, las ilusiones depositadas, los planes. Porque luego... Como también me advirtió de que el coso madrileño es un reflejo de lo que hoy es España. Están los eternos cabreados, los del tendido del 7, los entusiastas, los motivados, los que ni fu ni fa, los que se suman a la corriente ganadora, los que les da todo igual... El paisaje, la arquitectura, ya merece la pena, una plaza grandiosa, estética en su perfecta armonía. Aunque pensada para españoles de hace cien años, sin que uno quiera dárselas aquí de Arnold Schwarzenegger (nada más lejos de la realidad), pero es que aún me duelen las rodillas del que estaba justo detrás y que se clavaron en mis omóplatos de tal manera que ya no hace falta que esta semana acuda a la cita con mi fisio. Pero si el paisaje ya es un atractivo, el paisanaje no tiene precio. En Madrid, la gente va arreglada a los toros. Como debe ser. No se ven bermudas, chanclas y camisetas sin mangas. Las mujeres, como si salieran de fiesta, a un cóctel o a un pase de modelos. Los hombres, con americana. La mayoría sin corbata aunque también se vio alguna que otra. Y no importa que haga calor, que el miércoles lo hizo y del malo, del pegajoso y cabezón. Ahí estábamos todos con nuestra chaqueta y con el pañuelo blanco en el bolsillo por si acaso. ¿Por si acaso he dicho? Por si Morante quería decir. Porque toreaba, no sé si se lo había comentado, Morante de la Puebla. Y en su primero obró el milagro. ¿Qué milagro? El de permitirnos asistir, sobrecogidos, a una demostración única de arte y valor, a un momento irrepetible en el que los olés surgen espontáneos mientras sientes que las emociones se desbordan y no las puedes controlar. Habrán leído crónicas de periodistas duchos en la materia, que no es mi caso, aunque mi caso es otro milagro, porque sin saber de nada lo entiendo todo. Y esa tarde entendí y asimilé que estaba ante una faena histórica, una de esas que se recuerdan dentro de treinta o cuarenta años. Y cuya leyenda se hace más grande por la desfachatez de un presidente que no accedió a concederle la oreja que pedía el público por aclamación, contraviniendo así el reglamento y la tradición, que establecen que la primera es del respetable. Pero daba igual las orejas, como daba igual que saliera o no por la puerta grande. Habíamos presenciado un milagro, algo que sólo se puede ver cada equis años y que no está al alcance de cualquiera, sólo de los grandes genios. Como Morante. Todo lo que vino después fue irrelevante. Como no podía ser de otra manera. ¿Qué iban a hacer Talavante y Tomás Rufo después de presenciar desde el callejón semejante exhibición? Como mucho, correr a pedir un autógrafo. Pues nada. Puro trámite. ¿Y qué iba a hacer el propio Morante con su segundo todo, que ni transmitía ni quería, que se aburría y nos aburría? Abreviar. Cuatro pases mal contados y entrar a matar con una estocada eficaz. Y ahí afloró esa España ingobernable de la que me previno Benlloch. Por un lado, los que se enfadaron como si les estuviera estafando; por otro, los que le aplaudíamos por evitarnos el tostón, por otra el becerro que le lanzó una almohadilla; por otro, los que la afearon la conducta y consiguieron que la plaza a coro le gritara «¡tontoooo, tontoooo!»; por otro, los que no sabían a qué carta quedarse, ¿gritamos o aplaudimos, con quién vamos? Esto es España. Pero es que hasta para saber estar mal o para borrarse cuando el ganado no es el apropiado hay que ser un fuera de serie. El reloj aún no marcaba las nueve de la noche y ya estábamos en la calle, camino de una taberna cercana, Casa Toro, que acaba de abrir sus puertas, donde con un ambiente extraordinario y con otro lleno hasta la bandera comentamos lo que no se puede comentar porque hay que verlo para creerlo. La alternativa madrileña me ha llegado tarde pero ha valido la pena esperar.
¿Tienes una suscripción? Inicia sesión
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.