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Cuentan la anécdota de un empresario italiano de medios de comunicación que al visitar la redacción de un periódico -omito cuál es, no es un ... dato importante- se quedó desagradablemente sorprendido por la forma de vestir de los periodistas. Frente a la elegancia que caracteriza a los transalpinos, abundaban los vaqueros, con o sin rotos, las zapatillas de deporte y las camisetas. En mi país, comentó, esto sería impensable, allí vamos todos con traje de chaqueta y corbata. Antes de que alguien me puede echar en cara mis contradicciones, tengo que reconocer que yo no acudo al trabajo con un atuendo tan formal, opción que reservo para lo que denomino «eventos», es decir, desayunos informativos, comidas, presentaciones, conferencias, entrevistas... Lo cual viene a confirmar mi sospecha: todos -yo también- nos hemos relajado en lo que podríamos englobar en la categoría de 'protocolos'. Recuerdo que un primo de la rama de los Aguado nos contó en una comida navideña que su padre, estando ya en casa, no se quitaba la corbata ni mientras veían la tele, sólo para ir a dormir. Todos nos reímos pero pensamos, bueno, eran otros tiempos. Y es cierto, lo eran. Tiempos de visitas en las casas. De repente tu madre anunciaba que mañana por la tarde venía la tía Pepita a merendar. Y como venía la tía Pepita a merendar, se compraban pastas o pasteles, o se hacía un bizcocho. En las casas se recibían visitas y los dueños procuraban estar siempre presentables, por lo que pudiera pasar. Hoy se sale más, se queda a comer o a cenar fuera con normalidad y lo de 'visitar' las casas ya no se lleva. Como tantas otras cosas que han pasado de moda. Los tratamientos, por ejemplo, el usted de rigor que ha sido sustituido en bares y hasta en restaurantes por el inevitable «¿qué os pongo, chicos?», forma de dirigirse a unos y unas que a determinada edad suena a fórmula aprendida que se suelta sin mirar la edad de aquellos a los que se dirige, no sé si me explico. Las cartas, con toda su liturgia, desaparecieron y dieron paso a los omnipresentes correos electrónicos y a los mensajes de Whatsapp. Cuando recibe uno que empieza con un «Buenas», directamente lo mando a la papelera. ¿Buenas? ¿Buenas... qué? Será «buenos días» o «buenas tardes» pero no «buenas» a secas. Y así, en pocos años hemos pasado de modelos que ahora nos resultan estrambóticos -como el casi cómico «póngame a los pies de su señora»- a comunicaciones firmadas por profesionales y hasta por profesores universitarios cargadas de incorrecciones, erratas y faltas de ortografía. Es la rapidez, nos excusamos. Me lo digo a mí mismo cuando mando un 'guasap' a los amigos, lo hago sin ponerme las gafas y luego, cuando reviso lo enviado, compruebo con pesar lo que he escrito. Eran otros tiempos, nos decimos para entender las costumbres del pasado; es que ahora todo es así, deprisa, deprisa, nos convencemos ante la constatación de lo evidente, la degradación de las formas. Los protocolos se han ido arrinconando, a la hora de vestir, de comer (los que beben sin limpiarse antes la boca con la servilleta o no saben emplear los cubiertos o apoyan el brazo como si estuvieran en la barra de un bar), de utilizar el móvil en público, de comportarse en espacios colectivos, como trenes, autobuses o aviones, de estar en la playa y hasta de andar por la calle. Pero al mismo tiempo, las formas solemnes congregan más atención que nunca. Como ha ocurrido con la muerte y la elección de un nuevo Papa. Personas no creyentes fascinadas ante lo que veían como un espectáculo cinematográfico, pegadas horas y horas ante el televisor, algo que yo, católico practicante, no pude ni quise hacer. La indumentaria de clérigos y cardenales, los uniformes de la guardia suiza, la música, los escenarios del Vaticano, especialmente la Capilla Sixtina, la puerta que se cierra, la fórmula que se repita elección tras elección, «extra omnes», el rito, el latín, el juramento, la solemnidad, la calma... Aquí no hay prisas, no hay posibilidad de errores por culpa de una aceleración impropia del momento y de la trascendencia de lo que se está oficiando. Diríase, visto desde la distancia, que conforme se relaja y se abandona a una comodidad poco o nada elegante y mientras rebaja más y más las exigencias en el trato, el hombre presente siente una fascinación creciente por un protocolo que voluntariamente ha desterrado de su vida cotidiana. Sin darse cuenta de que la famosa advertencia «Nulla aesthetica sine ethica» también podría formularse al revés: «Nulla ethica sine aesthetica».
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