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Igual que el Día del Padre se sustituye por el de las familias, los días escolares deberían perder su condición de lectivos ya no solo ... por si las dificultades puntuales del transporte impiden a algún alumno ir a clase, sino porque de ordinario siempre hay un niño enfermo o de viaje. El modo más garantista para que ninguno quede atrás es que el resto no avance nunca. La antítesis adultocentrista: un cole abierto y sin clases no es un colegio, sino una guardería, que a lo sumo entra en el ámbito de la conciliación familiar, pero es ajeno a lo que significa la educación.
Uno entiende todas las urgencias y excepcionalidades que nos suceden, para las que no hay manual de instrucciones. Una pandemia, una riada o un apagón son de esas cosas que, por muchos avisos que lleguen de que pueden suceder, se piensa que nunca se vivirán. ¡Qué equivocados estábamos! El caso es que las medidas excepcionales cada vez son más ordinarias y, entre ellas, lo de dejar a los escolares sin clase se está convirtiendo en hábito político. Por prevención, vale, pero también por presión, y el miedo es cada vez más eficaz. ¿Qué gestor asumiría lo que hoy escribo sin riesgo a ser llevado ante un juez?
No se lleva la cuenta, pero cada curso, desde la pandemia, termina con varios días sin clases. Incumplimos sistemáticamente la norma básica que marca un mínimo de días lectivos al año. Por causas de fuerza mayor, se dice, aunque es cuestión de foco: hoy es el transporte, otro día será otra cosa.
Acaso echo de menos a los defensores de la zonificación escolar que alientan ir al cole de al lado de casa, lo que debería ser una ventaja para que no se perdieran estos días. No se escucha este argumento, aunque la gran mayoría de los escolares viven a un paseo de su escuela. Lo dicho: por si una minoría tiene problemas para acudir, que nadie vaya. Es, también, lo que tiene el nivel 3 de emergencia: dejar en las manos de Madrid y su dependencia del transporte urbano anular las clases en colegios en los que todos los niños son vecinos.
La clase es la unidad de medida de la educación y deberíamos, en mi humilde opinión, tenerle mayor reverencia. No podemos aceptar que una clase menos dé igual, porque tras la primera se perderá la segunda y así hasta la justificación absurda de que educar es escolarizar, lo que, insisto, sostiene el sistema pero no garantiza el derecho. Perder días de clase, del trabajo, de servicios públicos y que no signifique nada solo revela el poco valor añadido de cada uno de esos días.
Sin embargo, todo el tinglado educativo se sostiene si ponemos al niño en el centro, si dotamos de la máxima calidad a esas clases y si maximizamos en aprendizaje y valores cada euro invertido en el sistema. Esta es nuestra preocupación, que supera con creces la necesidad de que nos cuiden a los niños. La escuela es un servicio público para ellos, no para los adultos.
No llegaremos a ningún consenso si se oponen las medidas preventivas, como las aprobadas por el apagón, al derecho educativo, por lo que la única alternativa a que siempre pierda el aprendizaje es empezar a pensar modelos de recuperación de las clases perdidas. Si los días sin clase se hacen habituales, que lo sea alargar el curso en la misma medida. No se equivoquen: quien más pierde en la actual tesitura es el alumnado con dificultades, porque los días sin clase convierten las explicaciones perdidas en deberes para casa. El curso se achica, lo que es malo para el alumnado y, también, para el profesor, cada vez más temporero de la tiza, y la educación se llena de fijos discontinuos.
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