La grúa

Hay días en los que una no se pelea con nadie y sin embargo acaba el día como derrotada. Basta con un hueco vacío donde ... hace un rato estaba tu coche. Te quedas mirando ese espacio como si la escena fuera una broma pesada. Das dos pasos hacia atrás, miras la acera, lees otra vez la señal. Todo estaba bien, lo jurarías. Nada te impedía hace un rato aparcar ahí y sin embargo, como si fuera una seta, ha recién florecido un cono naranja, que impide el acceso. ¿Dónde estaba antes si mi coche pasó? te preguntas.

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Pero no, lo que de verdad pasó fue la grúa, hizo su trabajo impecable y borró del mapa tu coche. En ese instante no solo se han llevado injustamente el útil transporte, se han llevado tu mañana, parte de tu paciencia y te deja con una sensación de pasmada que ya no sabes ni dónde mirar. ¡Ah si! A la pegatina verde.

Empieza entonces ese pequeño vía crucis urbano. Preguntas a un barrendero, al del quiosco y, a un vecino con cara de saberlo todo. Nadie parece saber nada ni cómo ha aparecido ese cono ahí y te barruntas que, tal vez, no hayas sido la primera víctima de una mala señalización. Tampoco sabe nada la policía. Es cosa de la empresa, dicen. Y ahí te quedas, con el teléfono en la mano, llamando a un número que suena siempre ocupado o te responde una voz que no distingue personas, solo matrículas y espera tu tarjeta.

Sabes que sirve de poco discutir, que aunque tengas razón vas a perder igual

Vas camino del depósito como quien camina a un juicio. El trayecto se te hace largo. Piensas en la arbitrariedad de todo esto y la sensación de indefensión te va llenando, sabes que sirve de poco discutir, que aunque tengas razón vas a perder igual. Porque la empresa que lo gestiona no habla contigo, ni le importa, solo te cobra. Y mientras avanza la cola, porque son muchos, ya no sabes si llorar, reír o mandar todo al diablo.

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Porque en el depósito no estás sola. Un grupo de almas en pena esperan su turno, cada una con su historia. Es verdad que todos tienen una. Que si estaba sólo cinco minutos, que si el coche no molestaba a nadie. Pero claro, yo tengo la mía y se la cuento. Pero no me escuchan. Todo funciona con la precisión fría de una máquina, a excepción de la tibia sonrisa de una mujer en la garita. Te cruje pero, al menos, es algo amable. Podría ser peor.

¿Síndrome de Estocolmo? Y pagas. Pagas aunque no estás de acuerdo y porque no hay otra salida. Pagas porque toca aunque no sea justo. Y porque, por el momento, no te queda otra.

De vuelta, conduces despacio, con la cabeza caliente pensando en cómo pelearlo. También en cómo el sistema te traga y te escupe a su antojo. En lo fácil que es sentirte culpable sin haber hecho nada. Y entiendes que la vulnerabilidad no siempre llega en forma de violencia. A veces basta una grúa, una firma, o sencillamente, un simple cono naranja. ¿No les parece?

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