El refugio del plagio
En julio vuelvo a pedir lo mismo con el calor
Robarse a uno mismo es un pecado venial. Vuelvo a advertir de mis plagios, sobre mis insistencias en la obsesión, de tal manera que apelo ... a que mi jefe de opinión me perdone en el diario, que yo ya pido perdón a los lectores. Una insistencia no es una trampa para eludir la falta de imaginación, que de eso vamos afortunadamente sobrados. Por eso mismo, como Manuel Vicent y su columna previa a San Isidro, con el tema de la tauromaquia, en julio vuelvo a pedir lo mismo con el calor. No trae su causa de esta ola de calor, puesto que olas de calor las hemos vivido siempre, hasta en algún Torneo Valencia Naranja, en clara demostración que por Peris y Valero uno se sentía volviendo a casa como víctima de una maldición bíblica. Hace algún tiempo la dediqué a la necesidad de un Erasmus climatológico para personas adultas, que nos aligerara de esta catástrofe, y este año la dedico a la oportunidad del acondicionamiento que ya hacen algunas instituciones públicas de un refugio climático en determinados espacios. Nada me parece tan adecuado. De hecho, y puestos a cerrar el círculo virtuoso de la iniciativa, dichos refugios no solo serían climáticos. Deberían ser refugios históricos, de nuestras vacaciones de antaño, fuera en Bronchales o Almedíjar, con matamoscas de plástico, helados antiguos, horchatas de Casa Chaume en la calle Ruzafa, uniformidad del pantalón de mil rayas y niqui de imitación comprado a plazos en la Fonteta a Dasí, o en el Filero de la Carrera En Corts. Debe ser otra más de las manifestaciones de la edad y la nostalgia. Envejecer es -también- sudar de una manera ingrata. Los que tenemos fobia al calor y a tomar el sol, solemos buscar la sombra como si fuera una conquista histórica de la civilización, y de la playa de Pinedo apreciábamos como un trofeo la frescura del merendero, y el sosiego que procuraba pisar los pies en la arena protegida por las cañas. Nadie me verá nunca en una playa más allá de la salida o puesta del sol. Hasta el libro que se consume en la playa acaba siendo un libro deteriorado, con las páginas que acumulan una especie de pliegue producido por la temperatura, que hace que no se recuperen nunca. Y nunca llevo un libro a la playa, para no castigarlo. Me pregunto si en las pinturas de Sorolla se vivía con esa pesadilla. Las estoy viendo ahora, y tiendo a pensar que esas escenas dan una sensación de claridad, de optimismo y juventud incompatible con lo que yo vivo en ese escenario. No transmiten el dramatismo que para mí representa la combinación, rebozada, de la grasa corporal, la arena, y la crema de protección. El olor del plástico del balón de Nivea. Demos la bienvenida a cualquier protección. Aunque sea en forma de refugio.
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