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Cuando se presentó en San Pedro bajo el nombre de Francisco lanzó un mensaje de humildad al mundo, recordando al 'pobrecillo de Asís' y muchos ... creyeron ver en él a un nuevo Juan XXIII por su aspecto bonachón y sus palabras sencillas. En efecto, desde el principio insistió en su papel de pastor terminando los ángelus dominicales con un «buona domenica e buon pranzo», «feliz domingo y feliz comida», como diría cualquier párroco a sus fieles tras la misa de doce. Si los Papas siempre han sido obispos de Roma, Francisco era, más bien, el párroco de Roma. Y del mundo entero.
Sus intervenciones huían de las grandes disertaciones teológicas a las que su antecesor, Benedicto XVI, nos había acostumbrado en su pontificado pero también mucho antes, como estrecho colaborador de Juan Pablo II. Con Bergoglio, se redujeron las pompas, los grandes ceremoniales y hasta los funerales papales al uso que, por primera vez, serán mucho más discretos y no terminarán, si se cumplen sus deseos, en las grutas vaticanas sino en Santa María la Mayor.
Francisco luchó por reducir la distancia entre el sucesor de Pedro y los fieles creyentes, pero no era solo un pastor preocupado por la salvación de las almas. También fue político, aunque parezca una paradoja, en un modelo distinto al de Juan Pablo II. Éste combatió a los regímenes totalitarios que había conocido de primera mano en su Polonia natal. Francisco, en cambio, hizo suyos algunos estandartes del pensamiento políticamente correcto, lo que le granjeó reticencias en el seno de la propia Iglesia y apoyos en la izquierda biempensante. Sus continuos mensajes contra los poderosos del mundo, en especial, el capitalismo salvaje que descarta a los seres humanos más vulnerables; su defensa de la Naturaleza o su acogida de quienes, antes y ahora, han sido invitados a no participar en la vida de la Iglesia, se acompañaban siempre del dedo acusador para quienes pretendían construir un mundo a la medida de la riqueza y el poder de unos pocos. Pero su censura más notable fue 'ad intra', hacia la propia Iglesia acomodada en una placidez inmovilista. Sus palabras más duras y, quizás por eso, más problemáticas, las usó para cuestionar modos anquilosados de proceder en la curia vaticana y entre obispos, sacerdotes y grupos religiosos. Fueron esfuerzos reformadores que, para quienes vieron en él a un revolucionario, quedaron en nada. Seguramente porque no pretendió ser ese líder que algunos esperaban. Hizo ruido, como él pedía, sobre todo, a los jóvenes. Está por ver qué eco se mantiene tras su marcha.
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