Visionaba estos días una y otra vez la secuencia completa del manotazo del ministro Puente a un cámara de televisión y a su reportero, y ... pensaba en cuántos de nuestros políticos deberían ser objeto de estudio en las universidades por pertenecer comunicativamente al grupo que más daño hace a la imagen de las instituciones: los del desenfunde rápido, los andares acaballados, el cuerpo inclinado hacia adelante, el gesto retador y la mirada que parece perdonar la vida al respetable. Como aquellos del viejo oeste, tan cinematográficos, que empujaban las puertas abatibles de la cantina con un «aquí estoy yo» tatuado en la frente.
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El malote de barrio de toda la vida, reconvertido en 'Don' gracias a un traje chaqueta de corte impoluto, que deja al descubierto sus entrañas en momentos de tensión inesperada, cuando no logra dominar su yo interior por muchas tablas y títulos que luzca. Es un odio interno que se escapa. Los gestos por sí solos, o amplificados con insultos, tienen una fuerza demoledora capaz de anular cualquier raciocinio. Estamos ante un nuevo lenguaje: el de 'tirar a matar'. De los antiguos vaqueros hay demasiados imitadores. Su sola presencia es un reto; se hacen notar y, con ello, dibujan su ley en el mismo aire.
Óscar Puente, con su manotazo fulminante, es el ejemplo más evidente: violento e insultador reincidente, como ese «miserable» dirigido a Feijóo. Pero tristemente no es el único. Gabriel Rufián no se queda atrás con sus ademanes teatrales y duelos visuales tan provocadores. Santiago Abascal, Ortega Smith, Pablo Iglesias, Irene Montero, Monedero, Mónica García o Joan Baldoví entre otros, beben de la misma fuente: ocupan el espacio como si fuera suyo, sentencian o agreden verbalmente, mezclando engreimiento, autocomplacencia y desprecio absoluto por el oponente. Justo todo lo contrario al arte de debatir con ideas sobre lo público.
El insulto no es reciente en la oratoria parlamentaria, pero se ha vuelto mucho más frecuente
Dos caras de la misma moneda emergen en este grupo: José Luis Ábalos y María Jesús Montero y su zafiedad. Vulgares, arrabaleros, sucios y ordinarios en palabras y hechos. Como aquellos del Far West, de gatillo fácil y actitud intimidante. Una pena que en los últimos años no haya sitio para el discurso, la reflexión ni el debate. Si algo sobra en nuestra política son los perdonavidas de moqueta y salón. El navajazo y el insulto no son recientes en la oratoria parlamentaria, pero sí se han vuelto mucho más frecuentes, convirtiéndose en un ritual de supervivencia dialéctica de primer nivel. Vivimos tan a golpe de 'click' que la palabra ha sido reemplazada por quien la hace más gorda. La política se ha reducido a un espectáculo de gestos y golpes de efecto, donde lo importante ya no es convencer, sino impresionar. Y así nos va.
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