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No es fácil escribir sobre lo que se siente. Lo emocional es ciertamente incómodo cuando precisa de una descripción. Pero hay momentos, olores y sonidos ... que te atraviesan de tal forma que, aunque no sepas explicarlos, sabes que te pertenecen. Para mí, la Semana Santa Marinera trasciende su programa de actividades y actos colectivos. No es una cita más: es una memoria viva que huele a mar, a incienso, a cera derretida, a huevos hervidos en la puerta del casal. Suena a bandas de música, a sillas plegables que se abren y se cierran, y a pasos descalzos sobre el asfalto mientras los tambores marcan un ritmo que conoces perfectamente desde que eras una criatura. Y te mece el alma, te conmociona... te marca.
Crecí entre callejones y suelos marcados a tiza para el sambori, saltando al 'churro va' y haciendo piruetas con la goma elástica, observando a nuestras familias y vecinos andar tras el Cristo del Salvador, llorar ante la Dolorosa o ponerse en pie al paso del Santo Sepulcro, con promesas susurradas entre rezos. Era un tiempo de pertenencia, de sentir que formabas parte de algo más grande, aunque no pudieras ponerle nombre. Este año, la Semana Santa Marinera celebra el centenario de su Junta Mayor, fundada en 1925. Cien años de historia organizativa que, sin embargo, no abarcan la totalidad de una tradición mucho más antigua, tejida entre calles estrechas, salitre y barquitas varadas en la arena que esperan la ofrenda floral a los pescadores muertos en el mar.
Hoy, la Semana Santa Marinera mantiene intacta su esencia, pero no está exenta de desafíos. Más de 3.000 cofrades, decenas de hermandades y centenares de vecinos del Cabanyal, Canyamelar y Cap de França trabajan todo el año para sostener una celebración que no solo desfila, sino que articula comunidad. Aun así, sigue siendo una inversión menor en los presupuestos institucionales. Se necesita respaldo, inversión y políticas que miren con orgullo hacia esta manifestación única en España. No en vano, todos ellos son testaferros y garantes de la conservación de un legado patrimonial, artístico y sentimental de gran valor. Es la memoria compartida, la tradición que recibimos de nuestros abuelos y padres, y que hoy transmitimos a nuestros nietos.
Acercarse a los poblados marítimos a disfrutarla, requiere previamente de romper con una postal turística fría y superficial de cualquiera de sus celebraciones. Tras cualquier imagen se cimenta un fervor cotidiano que late inquebrantable en las aceras, los casales, las iglesias y los hogares. No se trata de ir, se trata de sumergirse en ella y sentir. Ese es su mayor potencial y el valor diferencial frente al resto de celebraciones de vigilia, que se levanta, con mayor o menor esfuerzo, en el alma de la gente que la atesora. Como recogió Mateo en los Evangelios: «Donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón».
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