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Nadie puede negar que la jueza del caso dana, Nuria Ruiz Tobarra, está llevando a cabo una instrucción rigurosa y concienzuda conforme a su deber ... como juez instructor, al determinar los indicios de responsabilidad, quién tenía competencia, si hubo omisión de deberes o si esa omisión fue dolosa o negligente. Ese, y reunir elementos de prueba, es su papel, y no otro. Hasta ahí, se le reconoce el esfuerzo y la dedicación que está mostrando.
No obstante, sorprende que Su Señoría no se conduzca con la misma pulcritud y esmero a la hora de redactar sus autos y resoluciones. A estas alturas, tanto por edad como por experiencia jurídica (es titular del Juzgado nº 3 de Catarroja desde hace 17 años), debería saber que, en un caso de tal magnitud, cada línea que escribe se usa como munición política. Y, salvo que se sienta cómoda con ello y sea eso lo que pretenda, haría mucho mejor en ceñirse estrictamente a la objetividad del relato de hechos, sin cruzar la fina línea que separa la instrucción judicial de un juicio de valor, o de convertir su juzgado en un púlpito.
Acostumbra Su Señoría a adjetivar tanto sus autos que podría sospecharse que está prejuzgando o emitiendo sentencias de culpabilidad antes de la apertura del juicio oral. Observaciones como «la evidente pasividad» de la administración autonómica, la «gravísima inactividad» o la afirmación de que un mensaje/alerta oficial fue «errado» y llegó «excesivamente tarde», a pesar de «abundantes advertencias» que fueron «ignoradas», hacen pensar que, en lugar de convertirse en una nueva jueza estrella -bien definida por P. Salazar en su columna del pasado jueves-, puede estar restando valor a su currículum profesional.
No parece descabellado, por tanto, recordarle a la señora Ruiz Tobarra que la Ley Orgánica del Poder Judicial, en su artículo 219, establece que un juez puede ser recusado si expresa públicamente su opinión sobre el proceso antes de que se haya dictado sentencia. Además, el CGPJ incide en que el lenguaje judicial debe ser prudente y evitar valoraciones que puedan poner en duda la imparcialidad, especialmente durante la fase de instrucción. Llegados a este punto, no debería extrañar a Su Señoría que, por los mentideros y redes sociales, estén creciendo voces maledicentes que la señalan por tener familiares y allegados directos afectados por la dana.
Quizás, en futuras decisiones, la jueza podría considerar que una apuesta 'en las formas' por la objetividad no solo beneficia la imparcialidad del proceso, sino que también tiene la virtud de mantener la justicia fuera de los titulares de los medios. Y, aunque se comprende la tentación humana de hacer afirmaciones contundentes y visibles para el gran público, como nos recuerda el juez Robert Jackson «la justicia no necesita un escenario para brillar». Es lícita la necesidad de aplauso, pero ¿quién necesita esperar a la fase de juicio cuando ya se tiene tan claro qué pasó?
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