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Me gusta la gente que llora. O más bien, la gente a la que no le da apuro llorar en público. No me refiero a ... las plañideras casi profesionales, victimistas y quejicas, que se lamentan de todo, sino a quienes no se avergüenzan de mostrar sus emociones a los demás en momentos graves de la vida. Llorar en un tanatorio, en un minuto de silencio, ante el testimonio de una víctima o con un amigo al que han despedido o acaba de firmar el divorcio. Esos momentos en los que la pena nos embarga y nos importa un bledo que el resto del mundo esté mirando. No es fácil para quienes hemos sido educados en la contención. Es una liberación que se va conquistando con los años y la sabiduría de la edad. Pero una vez aprendida la lección, no hay pudor que nos impida llorar. Lo supe el día en el que tuve que volver a casa desde el extranjero por un mal diagnóstico de mi madre. Estaba esperando las maletas en el aeropuerto y el mundo se me derrumbó por dentro. No podía dejar de llorar. Sabía que la gente me miraba, pero, como tenía la cabeza en otro sitio, no me importó. Desde entonces, ya no tengo remilgos. Por eso me siento conmovida por quienes pasan por una experiencia similar.
Es lo que pensaba viendo a Sor Geneviève Jeanningros secándose las lágrimas junto al féretro del Papa Francisco. Sor Geneviève es una monja que colaboró con el Papa en la ayuda a personas vulnerables de Roma, alguien que encarna ese mensaje reiterado de Francisco de acudir a las periferias del mundo. Su presencia no era especialmente extraña. Era una monja en el Vaticano y su amiga. Pero el momento elegido y el gesto llamaban la atención por lo inusual. La monja se coló en un acto de gran solemnidad, la entrada en la Basílica de San Pedro de la comitiva que acompañó el féretro del Papa desde Santa Marta a San Pedro. Cardenales, responsables de la Curia, dignidades eclesiásticas y personal del Vaticano desfilaban con sobriedad ante los restos mortales de Bergoglio. Pura liturgia, letanías y sobriedad. Ella, sin embargo, se situó en un rincón, justo en el límite que marcan las cuerdas de terciopelo que impiden el paso a los fieles, y en la esquina más alejada. Pudiendo haberse puesto casi al lado del féretro, lo hizo en un lugar modesto y discreto. Allí se le vio llorar. Y ése era el contraste maravilloso. Los hombres de la Curia pasaban sin un ápice de emoción. La mujer, la religiosa, lloró frente al Papa fallecido. La anécdota fue ella en todos los medios, pero la noticia no eran sus lágrimas sino la ausencia de ellas entre el resto de colaboradores.
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