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Arsénico por diversión

La monja que lloró

María José Pou

Valencia

Jueves, 24 de abril 2025, 23:07

Me gusta la gente que llora. O más bien, la gente a la que no le da apuro llorar en público. No me refiero a ... las plañideras casi profesionales, victimistas y quejicas, que se lamentan de todo, sino a quienes no se avergüenzan de mostrar sus emociones a los demás en momentos graves de la vida. Llorar en un tanatorio, en un minuto de silencio, ante el testimonio de una víctima o con un amigo al que han despedido o acaba de firmar el divorcio. Esos momentos en los que la pena nos embarga y nos importa un bledo que el resto del mundo esté mirando. No es fácil para quienes hemos sido educados en la contención. Es una liberación que se va conquistando con los años y la sabiduría de la edad. Pero una vez aprendida la lección, no hay pudor que nos impida llorar. Lo supe el día en el que tuve que volver a casa desde el extranjero por un mal diagnóstico de mi madre. Estaba esperando las maletas en el aeropuerto y el mundo se me derrumbó por dentro. No podía dejar de llorar. Sabía que la gente me miraba, pero, como tenía la cabeza en otro sitio, no me importó. Desde entonces, ya no tengo remilgos. Por eso me siento conmovida por quienes pasan por una experiencia similar.

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