Entiendo que haya gente que se agobie mientras le hacen una resonancia magnética. Estar dentro de esa enorme máquina sin poder moverse puede ser angustioso ... y, para algunos, insufrible. Pero a mí, con lo fresquita que estaba, tumbada y sin nada que hacer más que obedecer a la voz en off cuando me pedía tomar aire, tirar el aire y no respirar, me entró modorra. Si no hubiera sido por la voz metálica, habría podido echarme una siesta tan ricamente. Por eso, cuando me dijeron «ya está» estuve a punto de pedir cinco minutos más. De hecho, les pregunté, con cierta esperanza: «¿pero ya me han hecho las dos?». Y, sí, las dos resonancias estaban terminadas. Tocaba irse.
De todos modos, durante la media hora larga en la que estuve allí tomé conciencia de lo que significa tener ese tipo de maquinaria a nuestra disposición. Impresiona ver varias salas equipadas con, al menos, media docena de esos aparatos, junto a otros para distintos tipos de pruebas diagnósticas. Es lo primero que pensé en mi pre-siesta, y, sin que sirva de precedente, me reconcilié con Hacienda y la sangría del IRPF. Luego me di cuenta de que estaba en un centro privado porque la sanidad pública no ha respondido, desde febrero, a mis problemas digestivos. En Atención Primaria no consideran necesario enviarme al especialista a pesar de que no saben qué anda mal. La única referencia de mi médica al respecto fue una pregunta: «¿Has pedido hora al de digestivo?». Asombrada por la cuestión, le respondí con otra pregunta: «Pero ¿no me tiene que mandar usted?». «Me refiero al de tu seguro particular», contestó. Me quedé muda y solo acerté a decir: «Ah, claro, pediré hora». Y aquello me había llevado en apenas un par de semanas a la sala de radiología de un centro privado. Así que durante mi resonancia, pensé en la cantidad de gente que debe seguir esperando meses y meses a que la sanidad pública le dé una respuesta; en lo injusto que es; en lo carísimas que son esas máquinas y en lo a gusto que pago mis impuestos si se dedican a comprar, poner a punto, mantener y contratar a las personas que las hacen funcionar para que se cumpla, de verdad, el derecho a la salud del que algunos se llenan la boca en vano. Incluso cuando un rico muy rico decide donar aparatos como esos para facilitar el diagnóstico a quienes no tienen la suerte de tener un seguro de empresa para acelerar los plazos y eliminar la incertidumbre, que también hace enfermar. Luego, unos y otros, creen que todo se arregla pagando unas gafas. Es más vistoso que hacer que la atención básica funcione.
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