En los últimos años, hemos rebajado tanto las exigencias hacia nuestros políticos que nos conformamos con que no sean malas personas. Y gracias. Nada que ... ver con otros tiempos u otras edades en las que solíamos poner el listón más alto. Para todo. Recuerdo, siendo adolescente, lo mucho que me escandalizó una amiga de mi madre que había conocido a un señor en la residencia. Era mayor, como ella, con sus achaques, sus hijos olvidadizos y su futuro limitado entre aquellas cuatro paredes. Sin embargo, a ella no le preocupaba en absoluto nada de todo eso. Cuando se le preguntaba si no querría otra cosa, se encogía de hombros y contestaba: «es una buena persona». A mí me sabía a poco. Ahora, no. Ahora, con los amigos, conocidos o compañeros, me conformo con que sean buenas personas. Todo lo demás, viene por añadidura.
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Lo malo es que, con los servidores públicos, eso no parece que sea un desiderátum, sino un mínimo. No es una aspiración, sino una condición «sine qua non». Quedarnos ahí me sigue sabiendo a poco. Lo constaté viendo a un político como Carlos Mazón lamentándose por los insultos que lo sitúan entre las gentes de peor calaña. No sé si es buena persona o no porque no lo he tratado, pero hasta las malas personas pueden ser buenos gestores. Y viceversa. Aunque se hace difícil pensar que un mal bicho anteponga los intereses generales a los suyos propios, no hay que descartar del todo que, buscando su beneficio, consiga mejorar las condiciones del resto.
Ahora bien, comprendiendo el daño anímico que puede sufrir una persona demonizada a diario por haber sido lo que él llamó «un hombre que se ha equivocado», no me parece ajustada esa diferenciación entre el que yerra y la mala persona. Que se equivocó es una evidencia. Que lo hiciera adrede no parece lógico. Se puede aceptar que aquel 29 de octubre no fuera capaz de medir las consecuencias de lo que había pasado ni la necesidad de activar las alarmas o de estar en otro lugar que no fuera una comida prescindible. Ese día fallaron muchos, aunque él fuera el máximo responsable. Pero en los días sucesivos quien dio varias versiones de lo sucedido fue él. Y ahí ya no cabe el error inconsciente. No se ocultan datos, ni se distorsiona la verdad o se intenta engañar con pura retórica por ingenuidad. Puede ser por miedo, por error de cálculo o por desprecio del interlocutor, pero se cuentan medias verdades con plena consciencia. No sé si eso es ser mala persona, pero es suficiente como para que los ciudadanos hayamos perdido la confianza en él. Y de eso va su salida.
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