Hubo un tiempo en que la revolución se hacía exclamando en la calle aquello de «prohibido prohibir», el más famoso grafiti de mayo del 68. ... En el París de las utopías algunos llegaron a creer que era posible promover la libertad prohibiendo las prohibiciones. Las de la derecha, se entiende, porque ese mismo lema es una incoherencia: no se puede luchar contra la constricción de las prohibiciones con otra de ellas. Cosas de la izquierda que solo ve bien lo que promueve y mal lo que prohíbe. Y, a diferencia de la derecha, tiende a inmiscuirse en la vida privada. No hay más que ver las normas sobre Consumo del exministro Garzón contra el azúcar o las grasas, y del actual, Urtasun, contra las tasas de las compañías aéreas o los museos que exponen los logros culturales de otros. Ese querer erigirse en norma moral para todos lo lleva al paroxismo el totalitarismo comunista, y lo estamos viendo ahora que China se ha posicionado contra la reencarnación del Dalai Lama.
Más bien, lo que ha anunciado el régimen es que el próximo Dalai Lama será el que decida el Partido Comunista. Dicho así, parecería una tropelía más, un acto de autoritarismo como otro cualquiera. Sin embargo, en este caso, no se puede pasar por alto un detalle peculiar: el Dalai Lama no se escoge ni se nombra, sino que se reconoce, se descubre o se halla. En teoría, la sucesión de la máxima autoridad del budismo tibetano no se produce por elección de los monjes o de los fieles ni por designación de una autoridad entre un elenco de candidatos. Lo que constituye la raíz de la autoridad del Dalai Lama es su condición de reencarnado, esto es, su traslación al cuerpo de un recién nacido en las fechas cercanas a la muerte del Dalai. De hecho, cuando ésta ocurra --tiene ahora 90 años-, los monjes buscarán al niño en el que los indicios revelen la presencia del alma original. En el caso anterior, estuvieron cuatro años hasta dar con el pequeño. En éste, no sabemos, ni el propio Dalai Lama pudo asegurarlo, si será niño, niña o incluso si no habrá reencarnación. En cualquier caso, parece imposible compatibilizar la encarnación aleatoria y la elección a dedo de un seguro servidor. Por eso resultan tan pintorescos los esfuerzos de China por apropiarse de esa función.
Parecen lógicos los intentos del régimen por desarmar los focos de disidencia pero no es creíble que los tibetanos acepten como líder a una persona impuesta por Pekín. Lo que pretende China es desarmar a la región más díscola desde dentro, aunque proclame un ateísmo radical. Será una excusa para la guerra.
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