Apuesta segura
No he leído a Sonsoles Ónega ni me apetece hacerlo con Juan del Val
Una de las señales de que vamos cumpliendo años son los temas de conversación con los amigos. De pronto nos encontramos hablando de dolor de ... huesos, de molestias estomacales, de la tensión, del azúcar o del insomnio. Cuando eso ocurre, no puedo evitar reírme y verbalizarlo para quitarle hierro. «Parezco mi madre y sus amigas», pienso. Y es cierto. Hace treinta años las escuchaba mientras tomaban café y me parecía imposible que todos los días repasaran los males de cada cual -compitiendo por ver quién estaba peor- y las andanzas de hijos y nietos. Ese era el guion de sus tardes en una cafetería del barrio. Las 'chicas de oro' en Russafa.
Rebasados los 55, me doy cuenta de que entramos en una nueva franja de edad en las encuestas y en un nuevo temario en las tertulias. Supongo que, por eso, hay preocupaciones más propias de los treintañeros que ya me dan pereza. No es la pereza habitual de domingo en el sofá, sino esa voz interior que nos convence de no hacer aquello que no merece la pena. Ésa es en la que me siento muy cómoda en los últimos años. En la otra, lo estoy desde siempre, hay que admitirlo. Entiendo que es parte de la sabiduría de la edad de la que nos hablaban de pequeñitos. Ese haber vivido muchas cosas hasta distinguir la pelea que merece la pena luchar y la que no, o la tarea a la que merece la pena entregarse y la que no. En ese sentido, noto que con la edad hay pocas peleas y pocas tareas que me animen a regalarles mis energías y mi tiempo, que ya empiezo a ver escaso, a diferencia de los jóvenes que los creen ilimitados.
Entre esas tareas, por ejemplo, me cuesta leer a personajes televisivos que ganan premios literarios, como los Planeta. No he leído a Sonsoles Ónega ni me apetece hacerlo con Juan del Val. No niego sus virtudes literarias. Sin leerlos no se puede ni afirmar ni negar que las tengan. Lo que sucede es que los árboles del marketing impiden ver el bosque de la buena escritura. Sé que esa pereza la he tenido siempre cuando prefería leer un clásico antes que una novedad editorial. Es puro pragmatismo: lo clásico minimiza los riesgos. Dada la corta vida y la abundancia de obras, más vale asegurar la inversión en tiempo. Así, suelo leer libros o ver películas cuando ya es evidente y rotunda la opinión de público y crítica. Cuando sé qué voy a encontrarme y que no puedo dejarla pasar. O cuando mi librero, que me conoce, me lo recomienda. Es el único marketing que acepto. Es cierto que, con ese retardo me pierdo el gusanillo de la novedad, pero voy a lo seguro. Y rara vez me equivoco.
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