En muchos puntos de España, cuando saben que eres de Valencia, se sienten obligados a ofrecerte arroz. Recuerdo que me pasaba en Madrid cuando estudiaba ... el doctorado. Durante un curso estuve yendo todos los jueves por unas clases y siempre había alguien en la cafetería de la Complutense que me decía: «¡qué suerte, hoy hay paella!». Lo decía convencido de que me iba a alegrar el día. Supongo que insistía porque nunca me vio elegirla del menú. Guisantes, pimientos, magro. What else? Lo malo no es que llamaran a eso «paella» sino que me lo ofrecieran a mí como un regalo.
No sé si es un gesto de deferencia, una forma de poner en valor nuestro tesoro culinario más universal o un intento de demostrar que han sabido captar lo mejor de «la terreta». ¿Aquí en Valencia anunciamos a un andaluz que tenemos salmorejo o a un madrileño que hay cocido? Espero que no. ¿No lo comerán mejor allí? El caso es que acudes a una reunión profesional o académica fuera de casa y acabas comiendo en una arrocería sin tener conciencia de haberla elegido y sin quitarte el miedo del cuerpo hasta que llega el postre. Fue lo que me ocurrió el otro día en Barcelona, donde formaba parte de un tribunal de tesis doctoral. Al terminar, nos invitaron a comer en un restaurante anunciado con un «aquí están muy buenos los arroces». Y pensé: «¡Pero si le hemos puesto sobresaliente! ¿Por qué castigarnos?». Cuando vi la carta me entraron los siete males leyendo un elenco de «paellas»: de galeras, de secreto, de tirabeques... y me sumé a la protesta irónica de otro profesor, también valenciano, por llamar «paella» a cualquier arroz cocinado en una paella. «Y no paellera», concluyó, con mi aplauso entusiasta.
Escogí fideuà. No me pregunten por qué pero me dio más confianza. No anunciaba opciones creativas más allá de un redundante «de marisco» y me refugié en lo clásico que siempre responde. Cuando llegó a la mesa tenía mejor pinta que la «paella» que pidieron a mi lado y en la que aún se veía un culín de caldo que me reafirmó en mi decisión.
He de admitir que estaba muy buena de sabor. Mucha pota y una sola gamba en el centro para decorar, pero hecha con un buen caldo, y eso se notaba. Luego llegaron las chanzas convencionales «¿Qué? ¿Mejor que en Gandía?». A ver... Menos mal que para eso tengo respuesta estándar que gusta mucho en Barcelona: «Bueno, con menos madrileños, eso sí». Sigo sin entender por qué intentan agasajarnos a los valencianos poniéndonos a prueba pudiendo comer allí unas «mongetes amb botifarra» o unos canelones que no salen igual en casa.
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