Pensionista
En tu juventud bastaba con bordar, conocer una elemental técnica de pintura, pronunciar medianamente el francés y saber interpretar algún vals.
Tu ajuar lo fuiste ... regalando a las sobrinas. El cuadro de la Virgen con el Niño sigue en tu dormitorio; olvidaste por complero las tres conversaciones francesas: «en la estación», «en el hotel» y «con los amigos». Tu vida, marcada siempre por los dictados de la Iglesia y la etiqueta de «una familia bien, venida a menos», ha sido intachable e insípida. Si pudieras correr las manecillas del reloj en sentido contrario, quizá no te negarías a la conversación con aquel hombre, el único que te envió una carta con frases de amor. Una carta que fue amarilleando en el cofrecito de madera lacada, escondida debajo de los pañuelos. «Pero, hija, si es un empleado, si es un donnadie». «Un muerto de hambre», ratificó la abuela.
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i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
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Un instante , publicado por Federico Domenech en 1980.
Se casaron tus amigas. Se casó tu hermano. Abrazabas estrechamente contra tu pecho a criaturas que colmabas de caricias. «Si fuesen niños míos...», pero tu vientre permaneció virgen y tu boca quedó sin sentir otra.
Con la madre, a misa, de visita, a merendar a una chocolatería o a un café, donde un cuarteto de violines seguía las partituras de Strauss y tus ojos se humedecían ante cualquier pensamiento.
Y así, tía de una familia que se multiplicaba, con la inocencia a cuestas, rayando en la ignorancia vital, te quedaste huérfana y con unas pocas acciones bancarias; y un temor que crece ante la inseguridad de comenzar a valerse por sí misma. Cuidaste niños y te pagaron a tanto la hora. Ibas a casas modernas de parejas alegres, que volvían a las tantas de la madrugada. «Es usted una santa», te halagaban sonriendo porque velabas junto a la cuna.
Tu hermano te lo aconsejó y te sorprendiste: «¿Por qué quieres que me coloque de empaquetadora en ese almacén?». No lo comprendías. Y era tan sencillo. Tu hermano miraba siempre al futuro; buscaba la fórmula de que, algún día, cuando la vejez llegara a tus bronquios, a tus articulaciones, no constituyeras un problema.
«Basta con que cotices; es una ocasión que muchas querrían; en realidad, es un favor que me hace el dueño, amigo mío». Y callaste. «Después, dentro de poco tiempo, serás pensionista». Y tú, dama con salón de figuritas de porcelana, dama que ya se desprendió del piano, aceptaste.
Había que madrugar, vestir una bata gris y permanecer todo el día enfajando madejas de lana y empaquetando cada docena. Con tus compañeras hablabas lo justo; y no porque las despreciaras, sino porque las cohibías. Compraban vino y gaseosa a la hora del almuerzo, cuando sacaban bocadillos que rezumaban aceite de la fritura. Te hablaban de usted. «¿Gusta?». Tú habías desayunado en casa, sobre la bandeja, con la servilleta blanca junto al tazón humeante.
Fueron duros aquellos años en la fábrica. Y ahora, pequeña dama de una época dorada que el tiempo borró, has ingresado en la clase de pensionistas.
Tímida, como una niña, anduviste hasta encontrar una iglesia. Y no rezaste, pequeña y gran dama; pensaste que hubiera sido muy hermoso envejecer junto a un donnadie.
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LA MIRADA DE ARAZO
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