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A tu madre, hasta vergüenza le dio tener que decir que sí, que estaba preñada; ya no podía disimular el vientre apretado con la faja ... de tu padre que sonreía entre incrédulo y satisfecho. Todavía lo recuerdas y lo comentas...
Fue la noticia de la aldea, el tema de todos los corrillos; pero también, verso en la copla cuando llegaron los mayos y los cinco o seis mozos cogieron las guitarras y cantaron a la mujer que, como un árbol a punto de secarse, había reverdecido en una insólita primavera.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
Un instante , publicado por Federico Domenech en 1980.
Tu madre, en la cama, dejó las manos muy abiertas cerca del ombligo.
«Tengo miedo -le dijo a tu padre-, los hijos de los viejos pueden salir tontos».
Tu padre se quedó en silencio; buscaba las palabras.
«Tontos o muy listos, que también me han dicho que pasa».
Y naciste llorando fuerte, sin desgarrar a la madre, sin dar tiempo a que el panadero os llevara en su coche al hospital.
Y tú, niño de aldea española, visitado por el médico cada quince días, como el cura que confiesa a las viejas en diez minutos, descubriste que los campos de maíz y las vacas no eran de tu padre; eran del amo.
Con el tiempo, cuando preguntaste: «¿Y por qué?», tu padre confesó: «Porque somos pobres». Y tú, resuelto, dijiste:
«Yo compraré los campos y las vacas».
Todos rieron con cierta desconfianza.
«¡Ay, chavalín, que infeliz eres, con esa cara de espabilao que Dios te dio!»
Creciste con fuerza y alegría, eligiendo la versión optimista de cada situación. Cuando me contastes que a veces te quitabas los zapatos para no gastar las suelas; y que hacías las cuentas de tu padre en una libreta, antes de ajustarlas con el amo, me dejaste asombrada.
Sencillo, ignorante pero con esperanza en todo; el maestro comenzó a hablar contigo mucho y tú le quisiste como a un hermano mayor; te animó, te conseguiría becas para que pudieses estudiar.
El maestro era joven, llevaba gafas y barba; siempre iba con libros gruesos que consultaba en cualquier momento.
«Estoy haciendo una carrera universitaria», te dijo.
«¿Y yo también podré?», interrogaste lleno de admiración.
El maestro reía con una tierna complicidad.
«Si, aunque estarás obligado a aprender muchas leyes; tantas, que cuando crezcas podrás cambiar algún día la aldea».
Seguí tu historia, pequeño niño, ya que iba a tu tierra por motivos profesionales y te veía crecer y acompañar al maestro que te daba cuadernos y libros, y hasta un paraguas enorme que nos cobijaba a los tres.
Pasaron los años y te fuiste, pero el maestro continuó dándome noticias tuyas: «¿Sabe?, trabaja, allá en la capital; superó las oposiciones que eran muy reñidas, y poco tiempo después compró las vacas. Fue el regalo soñado que les hizo a los padres, por las fiestas. No vino, pero vendrá a las próximas; seguro, jamás falta a lo que promete».
El maestro me enseñó una fotografía tuya. No te hubiera conocido. Sostuve la cartulina unos momentos. Claro que, en la mirada, seguía aquella luz de esperanza, de valentía.
Te hubiese abrazado, niño, forjado ya en un hombre luchador; nacido, sin embargo, en la pobre aldea.
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