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Con gorra y guardapolvo, dueños de un sencillo útil de arrastre para cargar maletas y maletines, los mozos esperaban la llegada de los trenes de ... Zaragoza, aunque bien es cierto que gran número de viajeros no los precisaban; eran gente modesta procedente de los pueblos turolenses y valencianos del interior que prescindían de todo gasto y cargaban con el peso hasta llegar al puesto de las tartanas.
La ciudad deslumbraba a quienes llegaban por primera vez, después de ir pegados al cristal de la ventanilla y contemplar apeaderos y pequeñas estaciones, con salas de espera apenas iluminadas y un anuncio de los retretes.
i Este artículo es resumen, realizado por la autora, del capítulo correspondiente de su libro
Valencia vivida , publicado por Carena Editors en 2007
El viaje desde la capial aragonesa, de no ser en el directo, llegaba a durar veintidós o veinticuatro horas, dependía del tiempo que se precisaba para la carga y descarga y los enlaces en Caminreal. Se aprovechaba el obligado descanso, puesto que su estación contaba con restaurante, bares y puestos de comida; además de las jóvenes con cestas al brazo que ofrecían bebidas y fruta.
Los vagones eran de tres clases; los de primera y segunda tenían un pasillo y departamentos a los lados; los de primera con ocho asientos y tapizados con terciopelo carmesí; los de segunda, con asientos para diez personas y se cubrían con tejido de yute; y los de tercera, que llegaban a admitir 93 pasajeros, se acomodaban en bancos de madera.
Aquellos ferrocarriles dejando estelas de humo y carbonilla ocasionaban una romántica convivencia por las horas compartidas, el aliento y el sudor, de tal modo que inspiraron numerosos cuentos novelados. Situaciones que, sin embargo, fueron muy distintas en la posguerra, cuando de las tierras altas traían harina, aceite y embutido, el deseado estraperlo buscado y rebuscado por los agentes de la fiscalía; productos confiscados en la estación de la Barraca, ante la desolación de quienes habían soñado con ganar unas pesetas.
Tiempos muy duros, de pobreza y del 'quiero y no puedo' que dominaba en la gente de clase media, la del pluriempleo y los empeños en los Montes de Piedad.
Como las pequeñas historias constituyen la Historia, reseñemos que la Estación Central de Aragón fue inaugurada en 1902, según el proyecto de Joaquín María Belda Ibáñez, en donde había estado el convento de San Juan de Ribera, de los monjes descalzos de san Francisco; convento que respondía a la arquitectura conventual del barroco valenciano. El complejo religioso, tras la desamortización de Mendizábal, se convirtió en 1867 en Cuartel Militar de Caballería, y su iglesia fue adaptada como portería del mismo; derribándose todo el conjunto en 1898.
Proyectos y periodos de resurgimiento se sucedieron hasta que su historia terminó con la trágica riada de 1957 y el ambicioso Plan Sur del río y la transformación urbana. En 1968 se cerró la estación de Aragón, apodada afectivamente por los valencianos como la 'estación churra', pasando a realizarse el servicio a través de la general. Valencia perdió un gran edificio monumental y, en la explanada que se produjo, hoy se alza la escultura de Ramón de Soto, que recuerda a las víctimas de la citada riada. Todo un pasado.
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