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En Melilla, el Beato Ripo, como lo bautizó Manuel Vicent en inolvidable volumen, expuso hace años diez esculturas de gran tamaño solicitadas por el Ayuntamiento ... de la ciudad. Obra impresionante de hierro forjado, bronce, cristal de Murano y fibra de vidrio, conjunto escultórico patrocinado por Malu Zamora, coleccionista de arte internacional.
Son numerosas las entrevistas que he tenido con Ripollés, aunque la primera vez fue una gran sorpresa al descubrir que llevaba margaritas en la barba y tan pronto me hablaba de su mujer y sus hijas e hijo como de la novia holandesa que lo esperaba en la vieja casa de labranza, entre Borriol y Villafamés; una masía solitaria elegida para pintar de sol a sol y en el más absoluto silencio, obligado casi porque no se hablaba con los dos vecinos: Miguel, el pastor, y Manuel, el copero.
Cuando era un crío, Ripollés creció yendo casi a diario a coger hierba para los conejos; luego lo matricularon en la Escuela de Artes y Oficios. Fue humilde, pobre como el que más y creativo, ya que pintó en una corbata una culebra que espantaba nada más lucirla. Osado siempre, se lanzó a la aventura y terminó nada más y nada menos que en París, en la clase del natural de Bellas Artes.
«Y ahí empezó mi suerte -contó entornando sus ojillos pícaros-, porque me pusieron de modelo a una mujer desnuda, y como no había visto ninguna, me la inventé en varias posiciones. El profesor me dijo: Me quedo con todos los dibujos suyos, y venga mañana, que le presentaré a un amigo. Y el amigo empezó a comprar todo lo que yo hacía: mujeres grandes, de tetas enormes».
Lo recomendaron para la galería Drouand de París, y a continuación, a Nueva York, donde «los seres maravillosos» -Ripollés no les llama marchantes- siguieron adquiriendo su obra; entre ellos, León Amiel. Y al regresar a Valencia fue Guillermo Caballero de Luján quien asumió el papel de mecenas para lanzar su obra en ciudades como Barcelona, Nueva York, Amsterdam y Tokio.
Casi de repente, aquel personaje de pelambrera, enjuto, risueño e inventor de damas, diablos y alcahuetas, disponía de un taller y veinte empleados fieles a sus croquis, en un inverosímil mundo que surgía con asombrosa facilidad...
Ripollés continuaba con éxito. Y si Manuel Vicent le dedicaba un libro, Vicente Aguilera Cerni, el admirado crítico, le escribía una crítica que envidiaban los más destacados del mundo pictórico.
Sus conferencias sobre el mundo vegetariano y las abstinencias las pronunciaba mientras devoraba un chuletón enorme con un kilo de patatas fritas y criticaba las corridas de toros, a la vez que pintaba toreros, picadores y banderilleros como héroes de la fiesta española y universal por excelencia, sin dejar de exclamar un ¡olé! triunfal. Todo puro exceso con toques de contradicción.
«Mi mujer sigue muy bien -comentó, atendiendo a mi curiosidad-, igual que mi amiga holandesa, y las hijas y el chico». De nadie se olvidaba.
Se atusó la barba, en la que ese día llevaba unas flores de geranio cuidadosamente colocadas.
«Naturalmente -respondió rápido-, a Melilla iré así, con capa y sombrero. Oye, que soy español con todas las de la ley».
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