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Por favor, que nadie piense en las almas del Purgatorio, esas que en un panel de azulejos en buen número de pueblos y aldeas claman:
«Mira, donde me han puesto / Reza por mi, un padrenuestro».
Las Ánimas en la noche fue desde sus comienzos un pub concebido para una clase social elitista, lectora de textos que igual podían ser de Bécquer que de un místico romántico; reclutaba a gente joven formal. Recordemos que en principio ya se advertía: «Lsta empresa no admite a quien vaya con prendas que parezcan propias de playa, ni calcen sandalias, ni mantengan una actitud violenta o grosera».
Acudía la llamada gente guapa, futbolistas de éxito y chicos y chicas que alcanzaban los treinta años; eran los llamados pijos, los que disponían de un buen armario donde destacaban las marcas, nunca adquiridas en los top manta de imitaciones.
Lámparas de las clasificadas como arañas de cristal iluminaban cuadros con ángeles tañendo instrumentos como la cítara, el laúd o el arpa. Entre los celestiales músicos aparecían figuras envueltas con tules blancos o negros simulando ser las almas que nos dejaron; refulgían entre velones y botellería que cubría los muros.
Los visitantes de Las Ánimas, tenían que coger una copa: ver, ser vistos, sonreír siempre; y todos, también, hablar con monosílabos, porque los decibelios no permitían otra opción.
Siempre faltaba espacio por las noches. Se formaban colas para entrar. Algunos grupos esperaban en el macizo de los magnolios y permanecían hablando, riendo, hasta la media noche porque quedaba claro que: quien había logrado un espacio para sentarse, para abrazarse con disimulo, se quedaba hasta las tres de la madrugada.
¿Por qué, hasta esa hora? Porque a esa hora se apagaban las luces, enmudecía la música y las ánimas blancas y negras regresaban a su mundo. Algún día lo descubriremos.
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