Libros viejos
Pasear la rambla una soleada mañana de domingo, cuando la caterva festiva todavía se despereza es una experiencia inefable en la que algunos libros nos encuentran
JOSE SALCEDO GONZÁLEZ
Viernes, 23 de mayo 2025, 23:34
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JOSE SALCEDO GONZÁLEZ
Viernes, 23 de mayo 2025, 23:34
El epílogo indulgente y en ocasiones lluvioso del solsticio invernal valenciano, aclimata entorno al monumental patrimonio arbóreo del camellón de la Gran Vía Marqués del ... Turia, un acontecimiento anual e inexcusable para los irredentos amantes del libro viejo. El inicio de marzo embauca las calles de la ciudad entoldándolas con desmontables casales que presagian el aquelarre fallero. Mientras tanto, abrigados casi por la sombra de los centenarios ficus del distinguido paseo, a modo de contrapunto, van tomando forma unas casetas de madera, más sólidas que los blancos sombrajos callejeros, que refugiarán durante algunos días a los libreros de viejo y sus preseas literarias, en la tradicional feria del libro antiguo y de ocasión. Son sugestivos puestos que rebosan libros raídos, libros que jamás podríamos determinar por cuantos hombres o mujeres han sido leídos y sobre todo abruma pensar las circunstancias personales o el contexto social en el que lo hicieron. Una injerencia melancólica que se estimula proporcionalmente al tiempo de su primera edición. En algunos de ellos, resulta fascinante observar anotaciones cuidadas, escritas a lápiz en los márgenes pardos de sus páginas, dedicatorias fechadas en la primera mitad del siglo XX o palabras subrayadas, sustanciales para un lector que en un determinado momento custodió entre sus manos ese libro que ahora salvaguardamos mientras leemos y atemperamos la tolvanera tonta y nerviosa de la pantalla. También estimula divagar en el lector nostálgico, el peregrinaje de esas obras hasta esta suerte de rastro de libros, que en el estrépito de coches y pirotecnia perturba la mirada ávida del buscón de cultura. El origen desconocido de su procedencia pudiese ser diverso, desde un despojado piso cuyos herederos los subastan al mejor postor, de bibliotecas rebosantes que necesitan ser atenuadas porque «libro que no has de leer, déjalo correr» hasta volúmenes encontrados junto a los contenedores de basura en uno de los gestos más indolentes con el conocimiento o la sensibilidad que el ser humano puede tener. Muchos ejemplares llegarán a los libreros, ajados, empolvados, con las cubiertas desprendidas, con páginas fruncidas o con billetes de metro o recibos de compra desvirtuados en marcapáginas. Pero la labor menestral de estos humildes alarifes de la cultura, posibilita su restauración, en una especie de redención que resucita para una nueva pertinencia de bien, de humanidad y de pretendida prevención de una incipiente degradación cognitiva. Los estantes de la biblioteca de los amantes de las librerías de viejo van adoptando una tonalidad ocre con el paso del tiempo, por el atesoramiento de textos que cada año difuminan las paredes de las estancias. Las exiguas treguas que el vórtice despiadado de la vida nos otorga, son ocasiones excepcionales para frente a ellos, doblar la cabeza y explorar aquel título que rescatamos de la futilidad en aquella edición de aquel marzo. Pasear la rambla una soleada mañana de domingo, cuando la caterva festiva todavía se despereza es una experiencia inefable en la que algunos libros nos encuentran a nosotros. Porque en no pocas ocasiones salimos a la búsqueda de una obra concreta que anhelamos y es precisamente otra la que nos cautiva. En la feria descubrimos libros curiosos, libros raros, pero sobre todo obras insospechadas que jamás hubiésemos pensado leer.
Precisamente en alguna de estas privilegiadas expediciones literarias encontré hace unos años una segunda edición de la colección Austral de una obra de Azorín titulada Andando y pensando (Notas de un transeúnte) 1929, una obra ensayística que trata diferentes temas en capítulos cortos. Uno de estos artículos se titula 'Los libros viejos'. Un interesantísimo escrito en el que su autor explica como el hallazgo casual de una obra que solo se puede encontrar en este tipo de ferias puede despertar una curiosidad intelectual sobre una determinada perspectiva o sobre una materia. Para Azorín «el libro viejo es un índice de cultura. Lo es en cuanto al estado material de los volúmenes, y lo es en cuanto a la clase de libros que se encuentran en las librerías de viejo». En los puestos de Gran Vía, podemos encontrar toda la temática imaginable, en colecciones primorosamente encuadernadas, desde los clásicos de literatura española de la generación del 98 como Baroja, Maeztu, Unamuno, Valle-Inclán, Arniches o Ganivet. Pasando por obras maestras de la literatura universal de autores como Goethe, Verne, Tolstoi o Wilde. Hasta libros de filosofía, teatro, poesía, almanaques, medicina, psicología, botánica, política, espiritualidad, autoayuda, cómics, cuentos infantiles o recetarios de cocina.
La genuina e inusitada excentricidad de los buscadores de libros viejos queda huérfana tras la clausura, ya iniciada la primavera. La vana quimera de perpetuar esta feria a modo de madrileña Cuesta de Moyano acibara el afán cautivo de las compras librescas. Con el recuerdo indeleble del hallazgo de una primera edición de 'El chalet de las rosas' de Ramón Gómez de la Serna, nos alejamos con emociones ambivalentes. Afligidos por el colofón de esta emocionante lonja de la ilustración, pero dichosos por los tesoros encontrados. Mientras tanto, avivamos el paso para llegar pronto y ensimismarnos con aquella novela editada por Cátedra que encontramos el año anterior, La Busca, de Baroja, donde la descripción de los atardeceres madrileños transmuta su excelsa prosa en poesía.
El desenlace del artículo de Azorín es una hermosa exhortación: «compremos libros viejos; refugiémonos en los puestecillos de estos perseverantes, callados, modestos difundidores de cultura».
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