En la Comunitat, hemos vivido un año en el que la desmemoria no ha tenido opciones para instalarse. Muchos hubiesen querido que fuera así. Otros ... sólo quieren prolongar ese dolor. Sea como sea, la fuerza de lo sufrido se impone a todo ello. Y a todos ellos. De hecho, el dolor cabalga punzante en cada uno. Con más o menos intensidad. Según la pérdida y según la forma de afrontarla. Según el carácter y la fortaleza de cada cual. Pero en todos los casos, y parafraseando Dolly Parton, las heridas están ahí: «las cicatrices a veces se ven y a veces no; pero todo el mundo las tiene». La demoledora dana del 29 de octubre nos dejó a todos los valencianos, de una forma u otra, alguna herida. Doce meses después, muchas siguen abiertas.
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Se cumple, en efecto, un año de la gran tragedia. Un año de la riada y de muchas dudas. De inquietudes. De interrogantes. De búsqueda de respuestas. De cierta impotencia porque nada nos garantiza, a estas alturas, que una hecatombe similar no pueda volver a producirse. Un año, sobre todo, de dolor por las 229 víctimas que nos arrebató el agua. De pueblos arrasados. De infraestructuras reventadas. De casas destrozadas. De ascensores que no volvieron a funcionar. De coches que siguen convertidos en un amasijo de hierros en los vericuetos de los barrancos. De obras en cauces que se vuelven a llenar de agua cuando llegan las tormentas. Que siempre llegan. Virulentas.
Un año, cuestionándonos si realmente hemos aprendido algo. Si las administraciones serán capaces de actuar, de verdad, en la ejecución de un plan de infraestructuras antirriadas. Si son conscientes de que, por encima de sus personalismos y del partidismo, está el interés general y que deben trabajar unidas. Un año de aquella alarma que sonó cuando el agua ya lo anegaba todo. De un protocolo de actuación que no funcionó. Del amanecer más angustioso. Del recuento tenso y doliente de víctimas esa mañana de conmoción absoluta. De calles sepultadas por montañas de vehículos. De imágenes insólitas e imborrables. De militares que no llegaban. De voluntarios que pasaron una pasarela para ofrecerlo todo. De saqueos en supermercados, porque había familias sin nada. Ni comida, ni agua. Un año de aquellas palabras demoledoras del escritor Santiago Posteguillo que resumían tanto. Decían todo. «Nos acostamos sin luz ni agua pensando que lógicamente al amanecer estaría la Guardia Civil, los Bomberos, el Ejército, pero al amanecer no había nadie. Sí, estaban el cadáver de una joven china, con la que había intercambiado algunas palabras, y, al lado, su madre velando el cadáver. No había Policía, ni Ejército. No vino nadie en todo un día. Los coches estaban volcados, todo lleno de barro, silencio, miedo».
Posiblemente todos recordaremos dónde estuvimos, qué hicimos aquel día, cómo vivimos la noche y la madrugada más angustiosa. Y cómo afrontamos lo que después nos vino. Y posiblemente todos volvamos a llorar, cada uno a su manera. Porque la mera conmemoración de este aniversario removerá muchísimas cosas. Azuzará conciencias, despertará tristezas, volverá a enojar a muchos, hará renacer la angustia de otros. Y habrá quien tenga la terrible tentación de querer intoxicar y jalear la crispación social. Y estará quien necesite gritar en la calle porque lo ocurrido aún le asfixia. Y quien pida tranquilidad. Y todo entrará en lo lógico. Y será extremadamente delicado, sensible, duro... Pero ante ello, y partiendo de requisitos fundamentales como la comprensión y el respeto, lo mejor que podríamos hacer es: expresar nuestros sentimientos y dar voz a nuestras indignaciones desde la contención. Poniendo en el centro de todo a las víctimas. Como no podía ser de otra manera. Pero sin buscar la batalla cruenta. Con humanidad, siempre; con raciocinio, también.
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Ahora, que es cuando vamos a recapitular las cuentas pendientes y refrescar los reproches, es cuando debemos extremar la serenidad. Es cuando tenemos que seguir esperando que la Justicia dé respuesta y sentencie. Y seguir exigiendo que las administraciones asuman sus errores. Y que aquellos que han sido y son incapaces de actuar unidos asuman que nadie de ellos tiene cabida en el futuro de esta tierra. Que sobran si no están dispuestos a reconstruirla, mano a mano, desde la suma de recursos y esfuerzos. Porque, quien resta o dinamita, quien ataca, ningunea o se aprovecha de las víctimas, no debe seguir en ninguna línea de la política. Directamente, no nos representa. No nos puede representar. Lo prioritario -lo importante, de verdad- tiene que ser estar al lado de los afectados. Nuestros vecinos. Recordar de forma sentida a quienes fallecieron y abrazar de manera sincera a sus familias y amigos. Y cobijar a las otras víctimas. Esas que se cuentan por cientos y que, cada una en su escala -mayor o menor-, han vivido lo que fue el azote de la dana. Y debemos hacerlo huyendo de radicalismos y postulados extremistas, si en ellos se esconden además intereses ideológicos y personales. Hay que hacerlo desde el corazón. Lo contrario es repugnante y, sobre todo, una forma de actuar cuya inmoralidad anidará para siempre en la conciencia de quien entre en ese juego. El de recrearse con el dolor ajeno.
Nos adentramos en una montaña rusa informativa. Estará repleta de gestos, actos, frases altisonantes, imágenes cargadas de intencionalidad, reproches, personalismos, riesgo de bulos, medias verdades... Sepamos atravesar este tiempo con la humanidad que requiere, con la serenidad que permita apaciguar los rencores y con la decencia que se nos debe exigir a todos. Nosotros dijimos que no os olvidaríamos. Aquí hemos estado. Aquí seguimos. Seguiremos. Con nuestros errores y aciertos. Tendiendo la mano y pidiendo perdón. Lo hacemos y lo haremos porque el dolor no merece el olvido. Ni tampoco más dolor.
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Es domingo, 19 de octubre. En nuestra portada, Pura. Su mirada. Tiene 97 años. Desde la riada, no ha querido volver a salir a la calle. Ni lo volverá a hacer. Las heridas de la dana no se pueden calibrar. Son tremendamente profundas.
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