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Tras salir de su ingreso hospitalario, Jorge Mario Bergoglio acudió por sorpresa a la Basílica de San Pedro. Lo hizo vestido de paisano, ataviado ... con una camiseta y un poncho. Sin ningún ornamento papal. Mostrando la cara más humana de este argentino de 88 años que quiso ser más un párroco que el jefe de Estado del Vaticano. Fue, de hecho, más pastor que Papa. O eso quiso él. El Santo Padre que, desde los inicios de su papado hasta el final de sus días, buscó ser uno más en esa enorme comunidad que es el catolicismo. Incluso, la humanidad. El Papa que rechazó vestirse con los zapatos rojos de Prada; el que no quiso vivir en las ostentosas estancias vaticanas; el que llenó su pontificado de actitudes y de hechos que rompieron las estructuras anquilosadas de la Iglesia (o eso intentó); el que apuró sus últimos días de vida llenándolos de gestos que rezumaban humanidad; el que fue claro en sus postulados, y el que quiso impregnar todo de esperanza. Fue tan fiel a sus principios que su último gran acto simbólico, cuatro días antes de decir adiós, fue una visita a la prisión Regina Coeli, donde se despidió con un beso al aire a los presos.
La mera elección del nombre de Francisco ya marcó la senda que iba a seguir durante los años de su Pontificado. Una travesía en la que, de manera constante y reiterada, ha ido trufando todas sus comparecencias de palabras de consuelo a los que sufrían las desigualdades sociales, los azotes de las guerras o los zarpazos de las catástrofes naturales. Por eso, se vistió con los ropajes de un Papa contra las tiranías -en todos los ámbitos-, en batalla constante con las injusticias -vinieran de dónde vinieran- y en defensa a ultranza del planeta. Postulados y principios que le costaron reproches -a veces furibundos- de mandatarios extremistas e, incluso, de los sectores más reaccionarios de la sociedad y hasta de la propia Iglesia. No obstante, Francisco ha ido condenando, de manera contundente y con absoluta claridad, a aquellos que han actuado, desde el poder, con crueldad: azuzando enfrentamientos bélicos, dando la espalda al drama de la inmigración (que le consternaba), favoreciendo las diferencias sociales o propiciando la discriminación por raza o sexo.
«Una persona que piensa en construir muros y no en construir puentes, no es un cristiano», dijo, por ejemplo, cuando Donald Trump soñaba con cercar a los inmigrantes. «Ayer fueron bombardeados niños. Esto no es una guerra. Es una crueldad», señaló en plenos ataques a Gaza. «Abusar de niños es una enfermedad», exclamó con dureza al abordar la pederastia en el seno de la Iglesia. Francisco, aunque a veces mostraba en su rostro y sus gestos cierta impotencia, nunca se cansó de denunciar las injusticias y de reprochárselas a aquellos que, abusando de su situación, propiciaban las desigualdades sociales. Aunque lo hiciera, muchas veces, con cierto tono socarrón y sarcasmo. Porque siempre supo mantener las formas, mostrar empatía y transmitir amabilidad. Aunque, detrás de cada acción suya, hubiese un estruendo de reivindicación y claridad. Tanto que sus reflexiones muchas veces hacían tambalear los cimientos de la propia curia. Y de alguna institución más.
Fue, esa forma de ser leal a sus principios, lo que hizo que algunos le calificaran como un Papa de izquierdas o que le empujaran hacia extremos que, en realidad, no eran más que los propios postulados de lo que es la esencia de ser cristiano. Que es, en el fondo, la base de los derechos humanos. Un mezcla de bondad, de solidaridad absoluta, de sembrador de esperanzas, de humildad y de facilitador de diálogo. Unos valores personales de Bergoglio que fueron los cimientos sobre los que construyó un papado clave en la transformación de la Iglesia. Un papado incómodo para ciertas élites pero que ha sido reconfortante, en especial, para los que fueron en primera persona sus interlocutores: los marginados, los agobiados, los descarriados, los castigados y los olvidados. De los presos a los que visitaba cada Jueves Santo, a los niños a los que siempre calificaba como «las personas más importantes» que asistían a sus actos. Es ese Papa que escribió a los valencianos tras la dana diciendo: «que el señor sostenga a los que sufren y a los que llevan ayuda».
Fue un pastor justo. El que hacía falta tras la renuncia de Benedicto XVI para revitalizar una Iglesia adormecida, anquilosada y llena de fondos turbios. La Iglesia que tenía pendiente afrontar desde los casos de pederastia a las propias cuentas vaticanas. La Iglesia que necesitaba volver a conectar con el pueblo. Un Papa, en definitiva, de la calle que quiso más cuidar las ovejas que custodiar el Vaticano. Ese que será enterrado en un humilde féretro de pino. Con sus zapatos negros y desgastados.
Es martes, 22 de abril. La verdadera profundidad del legado que haya dejado Francisco se empezará a observar cuando veamos a su sucesor. Comenzaremos a ver, de verdad, la dimensión de lo logrado y si el camino continúa. O si, al contrario, el Vaticano mira hacia otro lado y hacia otros postulados.
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