La ciudad de Ricard (y otras)
Aún vivimos, los que vivimos en Valencia, de aquel enorme latido, de la ciudad imaginada por él y por su PGOU y por su equipo (y por Escribano, claro)
JESÚS CIVERA
Martes, 10 de junio 2025, 00:02
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JESÚS CIVERA
Martes, 10 de junio 2025, 00:02
Habrá que decirlo de una vez por todas. O habrá que decirlo de nuevo, que viene a ser lo mismo. Desde el regreso de la democracia, el único alcalde que ha tenido una idea de ciudad en la cabeza ha sido Ricard Pérez Casado. Me refiero a un proyecto global, algo así como una especie de 'cosmociudad', la epifanía de una ciudad naciente. (El viento de la inmediatez y la escasa distancia, que son elementos capaces de desdibujar la realidad, neutralizan la posibilidad de interpretar el diseño general o los pespuntes adjuntos que urde la alcaldesa Catalá más allá de sus propósitos recientes, entre los que se apuntamos aquí el combate contra la turistificación -y el cerco a las superestructuras que la monopolizan, en contraste con la ley de mangas anchas de Nuria Montes-, la reclamación de un nuevo plan sur en la vertiente hidrológica y la consumación del tramo final del cauce del Turia en su encuentro con el mar). Pero hablábamos de la ciudad de Ricard y viene al pelo rememorar la ráfaga pueblerina que deslizó Fuster al respecto: «No conec cap alcalde que teoritze tant sobre la ciutat. Els alcaldes han de ser un altra cosa». Alcalde malo no fue, desde luego. Un tanto deífico y revoltoso, sí. Los personajes que componen sublimaciones suelen ser muy sensibles a interiorizar persecuciones reales o imaginarias, que no suelen administrar nada bien -en el PSOE valenciano ha habido varios casos famosos de orgullos heridos y dimisiones tontas-, y Ricard, por una cosa u otra, se enfrentó a su propio magma referencial y también a su propio destino, como una figura homérica: en sus memorias pasó a cuchillo a un buen puñado de protagonistas de la escena política, lo que fue muy aplaudido por el gremio periodístico, al que no le cae todos los años una breva como esa. En realidad, Ricard era muy periodístico. Llevaba un titular en la cabeza. Los políticos que llevan un titular en la cabeza son muy apreciados. Pero aquí veníamos a hablar de otro tema: de su legado, no de sus peripecias domésticas. O sea, de que aún vivimos, los que vivimos en Valencia, de aquel enorme latido, de la ciudad imaginada por él y por su PGOU y por su equipo (y por Escribano, claro), esa que sus sucesores no han hecho sino ensanchar, ajustar, matizar, gestionar o negar: adecuar o rechazar proyectos, planes, ambiciones o fantasías. (A nadie le inquieta hoy, por otra parte, los psicodramas de los jesuítas, de Rafalell o Vistabella, de la financiación de los entes locales, meros bienes de consumo «d'un temps, d'un pais», productos solo para exhumar en una tertulia de café de ciertas edades provectas). La Valencia actual, digo, aún anda sumergida en aquella herencia, en lo que se hizo y en lo que no se hizo: aún circulan los planes del túnel de Serrería por ahí y aún se discute el diseño del Parque Central, aspiraciones dormidas desde entonces que son a la vez signos poderosos de la invisibilidad valenciana, de su escasa influencia. Aún camina La Mostra, a trancas y barrancas, y los cadáveres de la Trobada y del Encontre d'Escriptors yacen momificados. Una trinidad que pretendía situar a Valencia en el foco de su entorno histórico desde un cierto cosmopolitismo cultural mientras se visualizaban sus complejidades actuales. De amplias ufanías y consensos es el jardín del Turia, y de estrellas como Bofill, y al que Rita acrecentó y perfeccionó y le puso puentes calatravianos, ennobleciendo el origen 'ricardiano'. Etcétera, etcétera. Hay alcaldes que gestionan bien y dedican sus esfuerzos a completar, modernizar, renovar o corregir lo de sus predecesores, colocando si acaso alguna pieza propia fuera del marco. Y los hay que, tras orientarse entre los puntos cardinales de sus dominios, lo que hacen es resquebrajar los hilos narrativos sobre los que se sostiene la ciudad para instalar otros diferentes, violando las inercias, lo que enseguida provoca seísmos, vastas discusiones y muchas riñas dialécticas y políticas. (Viene al pelo recordar aquí las violentas campañas de la derecha contra el Jardín del Turia, que fueron descendiendo de vigor hasta encolerizarse con el tramo de Tito Llopis y Vetges tú, acusado de verter mucho hormigón, tanto que parecía no existir más hormigón en la tierra, y ya se ve que no era así, y también se ve que no hay proyecto 'revolucionario' sin 'contrarrevolución'). Bastantes años más tarde, la 'revolución' en la ciudad la llevaron a cabo Ribó y Grezzi, guste o no, que ése ya es otro asunto (uno puede admirar a alguien y no estar en absoluto de acuerdo con él). Fue básicamente la revolución del transporte de los humanos (en bici y, mecachis, en patinete) y del tráfico automovilístico, muy en la línea ecológica y ecologista. Ribó facilitó esa narrativa desplazándose en bici. Y Valencia volvió a temblar, aunque no bajo la onda de la creación de un universo, como con Ricard, sino como una revelación de insurgencia, una rebelión lingüística de dos ruedas, con lo cual los sectores conservadores se inflamaron. A diferencia de Ricard, que propuso un pacto con los próceres conservadores locales, Ribó no pactó con nadie, y eso que Valencia es muy de derechas, más allá de los gobernantes que elija (que pueden ser de izquierdas, como se vio). La virtud de Ribó es su sinceridad, muy minoritaria y muy exótica entre la clase política, donde lo que más predomina es el fariseísmo. Hace unos días le preguntaron por el problema de la escasez de viviendas, y Ribó contestó que francamente no lo vio venir. Uno añadiría que, en verdad, lo que no vio venir y ha resultado morfológicamente aplastante fue la turistificación, un fenómeno mundial que toca a las ciudades y las hace desaparecer.
Al final, en las etapas de una ciudad, o en sus capas, lo que pervive es la leyenda, porque los hechos se magnifican, o no, en función de la leyenda, que es lo sustancial. La 'creación' en manos de Ricard, la "continuidad' y los eventos en manos de Rita, la rebeldía verde en manos de Ribó, y ahora lo que nos hace falta es una narrativa visible apoyada en algún proyecto seductor, cimero, que corra en paralelo con el imaginario del personal y en mímesis con los tiempos actuales. Algunas voces reclaman mayores poderes para el área metropolitana como un objetivo neurálgico. Mientras no hinchen el nido administrativo y caigan en las redes de la burocracia, en los excesos de la funcionarización, en el castillo de Kafka y en la multiplicación de puertas y despachos, pues bueno. Pero en los tiempos de la IA, de la comunicación al segundo, que exige agilidad y eficiencia, y con cuatro administraciones rodeándonos (municipal, provincial, autonómica y estatal), ¿no es suficiente?. Lo que necesita Valencia es más oxígeno y menos zonas funcionariales. Y quizás más atención a la huerta, que ha sido secularmente la gran olvidada, la gran castigada, y todo han sido buenas palabras. La huerta es el verdadero patrimonio de Valencia, y es la gran asignatura pendiente. Desde el retorno de la democracia, las élites políticas y los poderes urbanos la han postergado y maltratado, y no han sido capaces de regenerarla y convertirla en un paisaje que actuara como un proscenio de la vida urbana, vivo y lúdico, que penetrara en el corazón de la ciudad en lugar de estar arrumbada en sus márgenes. ¿Y no pide hoy la época que vivimos transformar ese chip? ¿Qué tal, pues, fundar un paradigma reconocedor de la huerta como eje transversal de la ciudad? ¿Qué tal coger La Punta, pongo por caso, hoy degradada, y nutrirla de otra percepción, acometer una 'causa general' con propietarios y parcelas para devolverla a su plenitud pasada por el tamiz de la modernización? ¿Qué tal ambicionar el modelo de un 'parque natural orgánico' encajado en Valencia?
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