Reconozco que el Metro de Valencia funciona regularmente bien. Los trenes llegan a la hora programada en su página web, minuto arriba, minuto abajo. Lo ... tengo comprobado desde hace tres años, desde que me convertí en usuario diario. Por ponerle alguna pega, quizá inevitable, en algunas horas determinadas sus directivos podrían plantearse un mayor número de unidades para evitar las aglomeraciones.
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Viajar en Metro tiene muchas ventajas. Es rápido, económico y una forma inteligente de moverse sin estrés ni atascos. Permite algo que el coche no ofrece: observar la vida urbana de cerca, leer un libro o simplemente dejar que los pensamientos fluyan entre parada y parada.
Pero hay un detalle que cada vez estropea esa experiencia: el ruido. No hablo del traqueteo del tren ni del pitido de las puertas, sino del ruido humano. Personas que escuchan música sin auriculares, llamadas telefónicas en modo altavoz, o conversaciones que se convierten en un monólogo público, enhestando además la voz hasta hacerse desagradable. ¿De verdad no se dan cuenta de lo molesto que resulta? ¿Creen que los demás deseamos conocer los pormenores de su jornada, sus chirlerías o el repertorio musical de su móvil? Lo dudo. Sin embargo, cada día aparece más esa indiferencia y falta de consideración.
La solución no pasa solo por llenar el Metro de carteles que pidan «viajar en silencio», porque esos avisos ya existen y muchos los ignoran. El problema no se soluciona con más recordatorios, sino con educación. Y no me refiero solo a normas de civismo, sino a algo más profundo: la empatía, la conciencia de que uno no viaja solo, de que los demás tienen derecho a un poco de silencio o a disfrutar de su lectura sin interrupciones.
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Quizá haya que empezar desde la escuela, igual que se enseña a compartir o a dar los buenos días. Porque viajar en transporte público no debería ser un ejercicio de paciencia, sino una forma civilizada y cómoda de movernos juntos. Y eso empieza por algo tan sencillo como bajar el volumen.
Como señalaba al principio, tiene muchas ventajas. Me invita hasta la seducción a la lectura. Entre las esperas y los traslados paso entre 70 y 100 minutos en los vagones, lo que facilita leer, haciendo los viajes más breves y amenos. Otra virtud, la de conocer nuestros pueblos y nuestra geografía. A veces, me engancho a rutas innecesarias para descubrir lugares y parajes. La vista de la huerta, miles y miles de naranjos, en el periplo hasta Vilanova de Castelló, es impresionantemente bella. Hasta he comprobado la existencia de estaciones sin parada y en plena soledad. Para apearse hay que avisar. Así es la vida.
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