Terminé BUP y COU con una nota media de 6,5 puntos. Mis calificaciones mejoraron curso tras curso porque cada año me tiraban menos de ... clase. En Primero de BUP, la profesora de Ciencias Naturales, una tal Rosa si no recuerdo mal, me echó del aula y me dijo: «Hasta que no me vaya a parir -estaba embarazada- no vuelvas a entrar a mi clase». Me largué pensado en vagar solo durante días en esos pasillos oscuros de Escolapios de Micer Mascó hasta que un par de minutos después apareció Tortajada, el tipo con el número de teléfono más erótico de Valencia porque todo eran 69. «Le he dicho si me podía ir contigo», me dijo al salir el bueno de Francisco Javier. Aquello era lealtad. Nos sentíamos como River Phoenix y Corey Feldman en Cuenta Conmigo. Cambié el chip el día que mi madre salió llorando de la tutoría con Felipe, un tipo que me ayudó a ser un junco. Mi padre nunca se enteró de mis fechorías porque falsificaba las notas. Le entregaba una fotocopia del boletín -estaban divorciados-, nunca le oculté mis suspensos pero maquillé mi comportamiento 'pasivo' y 'negativo' por 'normal' y 'bueno'. La mediocridad continuó en la prueba de selectividad, donde pasé el corte para quedarme más allá del puesto 80 en la lista de espera de Periodismo. Me aceptaron en Relaciones Laborales, que marqué como segunda opción de la misma manera que podría haber optado por sexador de pollos. Hice una aproximación a Psicología pero la casualidad quiso que Laureano, un vecino de Chiva, pasara por allí -se estaba sacando la licenciatura- y me dijera: «¿Qué haces aquí? En esta carrera hay mucho paro». Total, que me largué de allí, crucé a la otra acera, me metí en la Facultad de Derecho y había tanta cola para echar la matrícula que me dio pereza y me fui a mi casa sin rumbo ni futuro inmediato. La vida quiso que la lista de espera avanzara, que entrara en el turno de tarde y que fuera lo mejor que me ha pasado. Hoy, echando la vista atrás, creo que pocos apostarían que estaría aquí. El otro día asistí a la graduación de mi hijo, que ha terminado Bachiller siendo casi un calco treinta años después. En los discursos había alegría y agradecimiento, alguna cuenta pendiente y alivio, mucho alivio por dejar atrás una etapa que, a simple vista, creo que ha sido un polvorón en el cerebro de muchos. Intuí que había graduados y graduadas que tenían claro su futuro, de la misma manera que otros eran la imagen de la indefinición. Estoy seguro de que saldrán adelante y más convencido todavía de que ahora es cuando de verdad sabrán lo que es vivir. Me gustaría haber subido al estrado para decirles que no se apuren, que en la vida un año perdido o sabático no es un drama, que las oportunidades siempre llegan aunque sea tarde, que los expedientes académicos ayudan pero están sobrevalorados, que no es lo mismo ser listo que espabilado, que se apoyen en sus fortalezas y que no acepten que alguien les diga que no llegarán a nada porque alcanzarán siempre lo que ellos quieran.
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