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La felicidad del apagón

Héctor Esteban

Valencia

Viernes, 2 de mayo 2025, 00:02

El apagón me atrapó en Granada. Sin gasolina y sin cobertura. Al impacto inicial le sucedió el desasosiego por no saber. Después llegó la toma ... de decisiones, la calma y la felicidad. Sobre las siete de la tarde, mientras volvíamos a pasear por la ciudad, pasó un chico con un cucurucho por el paso de peatones que une Acera del Darro con Reyes Católicos. Preguntamos, nos señaló la dirección al final de la calle y en el cruce de Mesones con Trinidad llegamos hasta la heladería Grillo, que tiraba a toda potencia de un grupo electrógeno a gasoil para acabar con las existencias. Había cola. Una fila paciente, tranquila, que sabía que no había nada mejor que hacer. Las terrazas llenas. Los lugareños y los extranjeros agotaban las últimas cervezas que todavía guardaban algo de frío, las copas de vino blanco brillaban con el último sol de la tarde y no había mayor placer que pasear sin mirar el móvil, sin atender a escaparates y sin las necesidad de estar atado a un grupo de guasap. El apagón nos hizo prescindibles, vulnerables y felices. El único objetivo era que la familia supiera que estabas bien y viceversa. Una vez cumplido ese trámite lo demás se convirtió todo en secundario. Antes éramos más dichosos, lo defiendo y lo mantengo. Las nuevas tecnologías, los móviles, los correos electrónicos, el google maps y todo lo demás nos ha jodido la existencia de tal manera que nuestros hijos nunca vivirán nuestra niñez. La tarde del apagón me recordó a aquellos días que salía a la calle de tierra en la urbanización de mis abuelos y sólo paraba por casa a por un zumo de naranja, a comer, al bocadillo generoso de Nocilla de mi abuela, a por el bocadillo de la cena y a dormir. Durante horas estaba ilocalizable, andando, en bici o en moto, y mi padre nunca me preguntó si me subía a los árboles, nos tirábamos piedras o me jugaba la vida sin casco en la carretera. En Chiva, ir a los recreativos 'de arriba' a jugar al futbolín exigía previamente un paseo para tocar el timbre de la casa de algún amigo para ver si salía y, de paso, saludar a sus padres y alimentar la buena educación. Incluso había veces que quedabas a una hora determinada el día de antes para tomar café, jugar al frontón, montar un partido de futbito o salir a cenar. Incluso jugártela e ir al bar de siempre era garantía de éxito. Todo sin la necesidad de estar atado a un puñetero grupo de mensajería. Y por la noche, cuando llegabas a casa mojado, tu madre sabía que venías de bañarte en alguna 'balsica' de riego y tan sólo te decía «sécate que te vas a constipar». De la misma manera que en el trabajo sólo podías llamar a un fijo y si te lo cogían bien, y si no, también. Dependías de la suerte de la llamada y vivías en la libertad de que al salir de la redacción tu vida ya no estaba pegada al minuto del diario, donde ahora por culpa del dichoso móvil hay 24 horas de actividad. La felicidad de estar y de saber estar ilocalizable es la gran lección de este apagón.

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